Tengo que caminar varios kilómetros pero lo logro: en esta playa no hay argentinos. Hay poca gente y son todos brasileros. Hay banderines rojos que indican que el lugar es peligroso, pero igual hay un grupo de adolescentes metidos en el agua, así que me meto. Las olas me empujan hacia el grupito de pibes, nos reúnen como una pandilla de sea-monkeys. Las olas son altas, enojadas, te cachetean, te revuelcan, tienen una fuerza que no anuncian. Me gusta escuchar los gritos de alegría, en portugués. Una hora después, cuando vuelvo, me tengo que tomar el colectivo sí o sí, porque no puedo caminar, porque esas olas me metieron arena entre las bolas, en el culo, y cuando camino me paspo y casi saco chispas. Pero ahora estoy ahí metido con estos pibes, un grupito de 8 que flotan conmigo.
Al rato salgo. Me siento en la arena, cerca del mar. Los pibes tienen un parlante gigante instalado en la playa del que sale música brasilera. Uno de ellos agarra una pelota de fútbol y les grita a los otros que salgan, que vengan a jugar con él. Usan sungas. No, no son sungas. O sí, sí son.
Porque ese es el problema de la sunga. Todos sabemos lo que es un short de baño, y suele venir equipado internamente con una malla que te sostiene las bolas. Pero la sunga es, más que un short de baño, ropa interior. Si definimos ropa interior como la que sostiene las bolas en su sitio, entonces la sunga es ropa interior. Y si permitimos, en un deslizamiento de la libertad al libertinaje, que la gente se bañe en sunga, estamos invitando, estamos tácitamente festejando, que la gente se bañe en calzones. En lógica se llama falacia de pendiente resbalosa, o sea, decir que si fumás porro vas a terminar inyectándote heroína, que si tenés sexo con un hombre una vez, borracho o enfiestado, terminás travesti, etc. Pero acá se cumple, si le abrís la puerta a la sunga en la playa, atrás vienen los bóxers y los slips.
Bueno, estos chicos ya dieron ese paso. La mitad de ellos usan lo que son, obviamente, calzoncillos. Me voy a concentrar en uno en particular. Es mulato, tiene tatuado (mal) un escudo de un equipo de fútbol, y el pelo teñido (mal) de rubio. Se ríe todo el tiempo, y da saltitos sin ninguna razón aparente. Y tiene puesto un bóxer naranja, de los que vienen con pierna, pierna corta. La tela es fina, berreta. Y está mojada, así que se le ve el pito, suelto, achicharrado, colgando. Y cuando se pone a hacer jueguitos, cuando cabecea, cuando corre, se le bambolea el pito.
Bueh, esto no es una escena porno, ni esa es la intención. De verdad. Lo que me pregunto es esto: por qué este chico eligió ese bóxer para bañarse? Hay una sutil, casi imperceptible diferencia entre usar ese bóxer y estar desnudo. O sea, entre el short de baño y estar en bolas, este chico encontró este punto de equilibrio, pero es un equilibrio inestable. Por qué inestable? Porque requiere continuos ajustes. Lo cronometré: en un minuto se acomodó la tela del bóxer 14 veces. O sea, una vez cada 5 segundos. Se pellizcaba la tela para despegársela del pito, que sino quedaba demasiado expuesto. Era ya un tic. Es el mismo tic de las mujeres que se ponen un vestido de breteles, el bretel se les cae y deben reponerlo en su lugar todo el tiempo. O las que lo usan sin breteles y tienen que levantarse la parte de adelante del vestido todo el tiempo.
Ese es el problema de la semidesnudez, requiere vigilancia extrema, roba atención, distrae, dispara la ansiedad del tic. Podría haberle explicado eso a este chico, salvarle quizás de un futuro síndrome de atención deficiente, perpetuamente vigilante de su pito colgante, pendulante, su fideíto al dente, pero no, me quede mirando como jugaban al fútbol, y cómo la gravedad imponía su tiranía, esa que nos va a derrumbar, algún día, a todos.