[16 de Abril de 2005, Palermo, Buenos Aires, mis exhibiciones de nado sincronizado literario]
A veces me canso de ser yo, como todo el mundo. Hablo del yo que vive, pero también del yo que escribe. Para quitarme el peso de mi propia piel, me transvisto. En este caso, decidí intentar meterme en la piel de Lucy (que autorizó y criticó este sentido homenaje). Ser otro, otra, o al menos intentarlo y fallar, es un ejercicio fascinante. ¿Qué se puede imitar y que se rehúsa a ser fotocopiado? ¿Qué bordes angulosos es imposible ocultar? ¿Qué relaciones existen entre estilo, sentido y contenido?
Es un ejercicio que propondré alguna vez en el taller (ver los dos posts anteriores, y el que vendrá en los próximos días, confirmando lugar y horario de la primer clase gratuita. Un ejercicio que permite palpar las paredes de la habitación a oscuras de nuestra propia escritura.
Enciéndanse las luces del viejo varieté. A continuación el texto que escribí yo, o Lucy:
Teatro negro de Praga
Al principio no le había prestado atención porque pensé que era ruso. Además era demasiado alto, demasiado flaco, demasiado blanco y tenía los cachetes demasiado colorados. Es decir, tenía demasiados “demasiados”. Ahora que lo pienso, lo de los cachetes colorados era perdonable, al fin y al cabo estábamos en Praga y era invierno.
No sé por qué pensé que era ruso. La primera vez que lo vi fue en el curso de orientación. El aula estaba llenísima pero igual nos hicieron presentarnos de a uno. Como yo estaba sentada en la última fila no llegué a escuchar bien qué decía, pero el nombre me sonó medio ruso. Dimitri o algo así. Estaba con un grupo de cinco o seis tipos flacos y altos como él, que iban a todos lados juntos, como en patota. Nunca voy a entender a los que se van a otro país con un intercambio y se llevan de lastre al grupo de amigos, como si fuera un viaje de fin de curso. Encima caminaban todos medio en fila, ordenaditos y casi marchando. Parecían egresados del colegio militar o integrantes del equipo olímpico soviético de salto con garrocha.
Me acuerdo que ese día estaba muy nerviosa porque no tenía todavía lugar donde vivir, se habían acabado las vacantes para la residencia estudiantil del campus. La universidad me alojaría solo por tres días, una vez que se terminara el curso de orientación tenía que irme a otro lado. La cartelera de anuncios no me sirvió porque todos los avisos estaban en checo y yo no conocía a nadie que me pudiera traducir.
Esa noche, en la fiesta de bienvenida para los alumnos del intercambio, conocí a Maia. Maia era húngara y muy pálida. Todos en Praga me parecían demasiado pálidos, salvo en los mejillas, pero Maia era peor: parecía estar a punto de desmayarse. Después me di cuenta de que se maquillaba así, con una crema como las que usan los mimos.
Cuando yo tenía cinco años mi tía me llevó a ver a Marcel Marceau al teatro. Fue la primera vez que vi a un mimo. Mi tía era fanática y estábamos sentadas en la primera fila. Se apagaron las luces y apareció Marcel subido a una bicicleta invisible, frente a un telón negro. Me dio muchísimo miedo y me puse a llorar a los gritos. Marcel se acercó al borde del escenario, arrancó una margarita invisible de la oscuridad y me la entregó, guiñándome el ojo. Desde ese día los mimos y los payasos me caen simpáticos, me dan una sensación de seguridad. Eso mismo sentí con Maia.
No me acuerdo mucho más de aquella primera noche, salvo que hablé como dos horas con un libanés de ojos azules. Me había llamado la atención un anillo raro que tenía en el dedo índice. Le pregunté qué era y me dijo que era su verdadero nombre. Yo le dije que me llamaba Celeste. El me dijo que ese era el nombre que me habían puesto mis padres, pero que mi verdadero nombre era otro. Que todos tenemos un nombre único, como nuestras huellas dactilares, y que hasta que no lo encontramos no podemos conectarnos con nuestro yo esencial. No sé por qué pero me dieron muchísimas ganas de hacer pis y le pedí a Maia que me ayudara a encontrar el baño. Cuando lo encontramos había 5 chicas haciendo cola y yo sentía que me hacía encima. “Vamos al de varones que está casi vacío”, sugirió Maia. Le contesté que ni loca, que saliéramos a buscar otro baño en otro lado. “Si salimos, con el frío que hace afuera, te hacés encima en 10 segundos”. Tenía razón. Me agarró del brazo y me metió en el baño de hombres. Había un par de chicos haciendo pis en los mingitorios, pero a ella no le importó. Me metió en uno de los casilleros con inodoro e hizo guardia en la puerta hasta que salí.
Al día siguiente me mude a la pensión de Maia: compartiríamos una habitación. Me daba un poco de temor que fuera invasiva o pegajosa, pero no fue así: se la pasaba leyendo junto a una gigantesca taza de té y poniéndose crema en la cara. Tardé varios días en darme cuenta de que siempre usaba guantes o tenía las manos en los bolsillos. Supuse que tendría un trauma parecido al de Michael Jackson.
La pensión no tenía lavarropas y eso me daba una excusa para escaparme. Como tenía la tarjeta magnética del campus, usaba el lavadero de la residencia estudiantil. Iba bien tarde a la noche, después de la cena. Llevaba un libro y me quedaba leyendo mientras los vidrios se empañaban, acompañada del ruido del agua y los motores y del olor a detergente.
Un viernes a la tarde, cuando llegué al lavadero, encontré todos los lavarropas ocupados. Decidí quedarme esperando a que se desocupara alguno, para no perder el turno. Al rato apareció Dimitri. No lo reconocí inmediatamente porque tenía puesto un gorro de lana y una bufanda gruesa y apenas se le veía la cara. No me saludó. Sacó la ropa de una de las máquinas y la metió en un canasto, para llevarla a la secadora. Me apuré a ocupar la máquina antes de que alguien se me adelantara. Al abrir la puertita metálica vi que se había olvidado una camisa a cuadros celestes y verdes en el tambor del lavarropas. Me llamó la atención que los puños estaban manchados de pintura oscura. Se la alcancé y me sonrió, como diciendo gracias. Quería preguntarle si era pintor, pero no sabía como sacar el tema. “¿Vos estás haciendo el seminario de arte medieval, no?” Apenas dije eso me arrepentí. Me miró y me sonrió, pero no dijo nada. Me ponía nerviosa el silencio y que fuera tan alto. Me miraba como si nada, desde allá arriba, como un chico mirando una pecera. Yo era el pececito naranja. “¿Te acordás si el análisis de los vitrales es para el teórico del martes o para el práctico del jueves?”, me oí decir, y hasta me pareció ver las burbujitas que me salían de la boca y trepaban hasta la superficie. El seguía del otro lado del vidrio curvo. Ahora era yo la que miraba, esperando las burbujitas en la boca de él.
Se sacó la gorra de lana de la cabeza y el auricular del discman de la oreja. “Disculpáme, ¿que me decías? No podía interrumpir este concierto hasta que terminara el movimiento”. Ya no me interesaba el análisis de los vitrales para el teórico del martes. “¿Qué escuchás?”. Supuse que Nirvana o Radiohead o Massive Attack, algo rebelde, depresivo o electrónico. “Alban Berg, concierto a la memoria de un ángel, ¿lo conocés?”. Sí que lo conocía. Me lo había comprado por error en una oferta de Musimundo, en la época en la que hacía Tai Chi, porque pensé que sería una onda Enya o Kitaro. Lo escuché cinco minutos y me hizo doler muchísimo la cabeza, así que le hice la cruz al dodecafonismo para siempre. “Sí, lo conozco, me encanta. ¿Vos sos pintor?” Se encogió de hombros y me mostró las manos, que estaban cubiertas de puntos negros como lunares. “Sí, estas manchas no se me van con nada. ¿Vos también pintás?”, me preguntó. “No”. Levanté las manos y se las mostré, primero las palmas y después el dorso. Era el gesto del mago: nada por aquí, nada por allá. “Soy escultora”, le mentí, e hice un gesto en el aire, como si golpeara un cincel con un martillo. “Me llamo Celeste”, agregué. Intentó repetir el nombre, pero no le salía. Se lo tuve que decir otra vez, más lento, sílaba por sílaba. “Lindo nombre, Ce – les – te.” Me sonrió, me guiñó el ojo y se fue con el canasto hacia las secadoras.
Me saludaba cuando me veía en el seminario, pero desde lejos: el se sentaba en la primera fila y yo en la última. No saludaba a mucha gente, salvo a sus amigos de la delegación olímpica o el colegio militar. Creo que una vez lo vi saludar a una chica, pero con ella solo movió la cabeza. Conmigo movía la cabeza y también levantaba la mano.
Maia hizo un minucioso trabajo detectivesco y averiguó que se llamaba Goran (no sé de donde saqué lo de Dimitri), que era rumano, que no le gustaba salir a los bares o a las fiestas y que había venido solamente para hacer el seminario de arte medieval. O sea, se iba a fin de mes. Maia también monitoreaba el lavadero a la tarde, pero sin suerte. Supusimos que lavaba la ropa en otro lado.
Hasta que un día Maia entró en la habitación a los gritos, contándome que había visto a Goran en el lavadero. Nuestro canasto de ropa estaba vacío, así que lo llenamos con prendas limpias que sacamos del ropero. Al llegar al lavadero golpeé la puerta de vidrio para que Goran me abriera desde adentro. “Me olvidé la tarjeta magnética”, le mentí. “A mí me pasa todo el tiempo”, me contestó. Esta vez no tenía auriculares ni gorro de lana. Se quedó mirándome unos segundos y levantó las manos, haciendo el gesto de nada por aquí, nada por allá. Yo hice lo mismo, como si fuera su espejo. No sé que significará ese gesto en Rumania.
Caminó hacia el secarropas y empezó a llenar su canasto con ropa seca. Estaba terminando: en unos pocos minutos se iría. Me saqué uno de los guantes de lana que me tejió mi mamá. Caminé hacia la máquina expendedora de detergente y, sin que me viera, enterré el guante en la montaña de ropa caliente que desbordaba su canasto. Me quedé quieta y en silencio hasta que escuché que la puerta se abría y se cerraba a mis espaldas.
No volví a ver a Goran: las clases ya habían terminado y sólo quedaba el examen final. Nos asignaron a distintas aulas. Me enteré que se fue al día siguiente, junto con todos los de la delegación olímpica o militar. En cierta manera fue un alivio, porque Maia dejó por fin de insistir con su idea: quería preguntarle si había encontrado un guante de lana con el nombre “Celeste” bordado, pero yo no la dejé.
Muy buen ejercicio.
No se nada de literatura asi que no puedo decir si te salió bien o no. Solo se que no te salió tan Xtian. 😀
Y muchas gracias por el blog de Lucy.
Qué pesado este post, me costó sacrificio terminar de leerlo.
me encantó, me quedé con ganas de más…
Besos Chris.
Su web blog está del carajo. Lo invito a que visite MI PEQUEÑA MIERDA. En http://lapetitemerde.blogspot.com/
Divertido, al principio no era tan Lucy (Lucy no se pone nerviosa, porque es re-cool, o un poco autista), pero después sí.
Me gusto mucho la historia, muy visual y sencilla. saludos para todos..
florcita!
excelente relato, yo entre a la pagina buscando otra cosa y me cautivo tanto que tenia que terminar de leerlo. breve, simple y fasinante.
gracias por estos buenos minutos de entretenimiento literario.