Hay que salirse más de la pc, el celular y la red social. O por lo menos reconectar el que somos online y el que somos en persona, porque la pantalla es un blindaje, una coraza, y hasta que no se rompe no pasa naranjú. Correr la selfie a un costado y mostrar la carne y el hueso. Y eso pasa, por ejemplo, si vamos a un boliche, a tomar un trago, a juntarnos con amigos, a encarar.
Y a mí me parece que la selfie y el perfil como forma de presentarse al mundo está conspirando contra el encare y el encuentro, en vez de facilitarlo. Ahora todos saben lo que buscan, tienen sus largas listas de requisitos, y salvo que aparezca un superhéroe romántico o porno, nos la pasamos loopeando por la calesita de contactos. Eso no funca, y nunca funcó: hace millones de años el primer cavernícola se cansó de subir selfies a su perfil, siempre en pose, pelando bíceps con un mamut sangrante al hombro, se cansó de mandar whatsapps preguntando “en qué andás” a las tres de la mañana, dejó el garrote a un costado, se pidió un gin tonic, y fue hasta otro cavernícola con cara de aburrido y le dijo “¿vos venís siempre a esta glaciación?” o “creo que te vi alguna vez en una recolección de frutos…” o “¿de qué signo sos? Ah, igual que mi ex…”.
Sin ese primer encare torpe no estaríamos acá, nadie habría tenido sexo ni amor, y hoy no habría arte ni alfajores Cachafaz ni Valeria Lynch. Habría apenas cuatro celulares fósiles enterrados en Asia Menor, con fotos de torsos peludos decapitados de machos onda nada que ver, bien de barrio, cero ambiente. Esa tradición prehistórica es la que hay que recuperar: amucharse alrededor del fuego (o del aire acondicionado) y aflojar el cuerpo para sacarlo del cuadradito de la selfie, con la ayuda de la música, el abrazo de los amigos, el hablar boludeces y el alcohol, y encarar, o sea, ir a buscar.
Sino se nos viene el agua, el diluvio, la glaciación o el calentamiento global, o la soledad histérica demandante, que es peor.