¿Qué es centro y qué es periferia? No hablo de geopolítica planetaria, sino de geopolítica psíquica: ¿qué impulsos, qué conflictos, qué recuerdos son cruciales y cuáles accesorios? ¿qué eventos, si fueran eliminados de mi historia psicológica, producirían cambios ínfimos y cuáles mutarían mi identidad de Mr. Hyde a Dr. Jeckyll?
Y si hablamos de personajes, ¿dónde trazar la línea entre los principales y los secundarios? Si durante la filmación de la película de mi vida nos quedáramos sin presupuesto, ¿qué actores podríamos eliminar sin modificar la lógica de la trama? ¿O será, como postula la teoría del caos, que el aleteo de una mariposa en un rincón de Tanzania puede provocar un huracán en Miami, y que por lo tanto no hay hechos centrales y periféricos, sino hechos a secas?
Cuando pienso en todo esto, me acuerdo de mi abuela. Se llamaba Carmen, pero le decíamos Lala. El nombre lo había inventado yo. A mi abuelo le decíamos Lolo, a mi tío Lalo y si hubiéramos tenido una tía, hubiera sido Lola. En la película de mi infancia mi abuela participó activamente (su casa quedaba detrás de la de mis padres, y estaba comunicada a través del jardín). No fue actriz, pero si asistente de vestuario (me planchó el pantalón y el delantal del primario), peluquera (luchó, con agua y Lord Cheseline, contra mi pelo embravecido) y cocinera (me preparó el almuerzo y la merienda durante toda mi infancia).
Más allá de estas tareas rutinarias, es difícil rescatar algún recuerdo indeleble. Mi abuela se escapó sigilosamente de todas las fotos familiares, de las peleas épicas y las grandes epopeyas; de todas mis efemérides. Lo que hizo fue peinarme antes de ir al colegio, meter un pañuelito en el bolsillo de mi delantal o enderezarme el bléiser. Me convidó un poco del arroz con leche y las manzanas asadas que le preparaba a mi abuelo. Me enseñó a jugar a la escoba de quince y a la payana. Pero nunca me gritó, nunca me pegó y nunca me confesó nada terrible.
Leí alguna vez, no me acuerdo dónde, una historia que la describía a la perfección. Un hombre se trepa a una escalera para bajar un libro de una estantería alta. Cuando está ya subido al último escalón, patina y cae al piso de espaldas. Aún conciente, intenta levantarse pero no puede: está paralizado de dolor. En ese momento aparece su hija de 5 años que se acerca, deja un vaso de agua sobre la mesa y se aleja en silencio. Mi abuela fue esa nena, ese vaso de agua y ese silencio.
El silencio: mi abuela tenía una quinta dónde plantaba verduras. Tomates, perejil, radicheta, zanahorias. La veo otra vez como la vi toda mi infancia: inclinada sobre la pala de punta, o partiendo terrones de tierra con un palo, plantando o cubriendo los almácigos con bolsas de nylon de colores para proteger los brotes de las heladas. Cuando tuve 5 años y me invadió el virus de la practicidad, le pregunté para qué pasaba todo el día cultivando verduras que se podían comprar en la verdulería. Me miró y no dijo nada. El silencio fue el del viento contra los flecos del espantapájaros.
Dije antes que mi abuela nunca fue actriz principal, pero una vez estuvo a punto de robarse un protagónico. Un mediodía apareció un loro parado sobre la pared alta del jardín. Se convocó a cabildo abierto (mis dos hermanas, mi mamá y mi abuela), para decidir cómo proceder. Se decidió proceder a la captura del pajarraco. Mi abuela pidió que la dejen a ella. Era del campo, y por lo tanto nos pareció pertinente delegarle la misión. La veo caminar tranquila hasta la base de la pared, mientras yo la observo junto con mi mamá y mi hermana Gabriela. Mi hermana Andrea espera refugiada en la galería, a 10 metros de distancia: le tiene fobia a los animales y el loro le despierta un temor ancestral. Mi abuela decide que el nombre del loro es Pepe: “Pepe, Pepito, bajá, dale que hace un calor de morirse, te vas a insolar”. Pepe la ignora, y opta por caminar por la cornisa como si fuera una pasarela, como si las plumas verdes y el pico negro curvo fuera lo que se viene para el otoño – invierno. Es ahí cuando mi abuela tiene su primer plano, cuando la cámara la enfoca de lleno. Empieza a hacer unos ruidos guturales con la boca: empieza a hablar en “loro”. Son unas gárgaras secas pero musicales. Levanta apenas las manos como si fuera a bailar folklore y empieza a chasquear los dedos. Mi abuela no es mi abuela, es un fantasma en batón y ojotas en el medio del jardín, envuelto en un concierto para garganta y dedos arrugados en do menor. El loro interrumpe el desfile, se asoma a la cornisa, abre las alas y se deja caer en el aire caliente del mediodía. Veo las alas oscuras desplegadas y el pájaro que cruza el jardín hacia la galería. Todo sucede en un segundo: el loro aterriza en la cabeza de mi hermana Andrea y se aferra con las uñas a su pista de aterrizaje. Veo el horror en la cara de mi hermana y escucho el grito. Y la veo correr en círculos por el jardín, convertida súbitamente en una diosa egipcia: cuerpo de mujer, cabeza de pájaro.
Pepe fue adoptado por mi abuela, al igual que todos los demás animales con los que mis hermanas y yo nos encaprichábamos: tres gatos (Cuchillo, Tenedor y Cuchara), dos perras (Laura y Mary Ingalls) y un conejo (Chicho, el nombre lo eligió mi hermana).
Lo otro que recuerdo es que mi abuela tenía las alacenas llenas de envases vacíos, de bolsas y de papeles. Frascos de vidrio, vasitos de yogurt, cajas de remedios, papeles, bolsas de nylon o de plástico, diarios y revistas. Cada vez que necesitábamos papel para forrar un cuaderno, o un frasco para armar un germinador o cazar bichitos de luz, o un cartón para manualidades, mi abuela lo tenía. Era, además de cheff, coiffeur y vestuarista, utilera.
Por más que busco en mi memoria, no encuentro mucho más. Mi abuela caminó siempre en puntitas de pie, y el tiempo se encargó de borrar las huellas. Cuando se murió, me encargué de vaciar su casa y limpiarla. No encontré ninguna carta de amor secreta, ninguna foto misteriosa, ningún vestido majestuoso o ceniciento. El primer cajón de su cómoda estaba cerrado con llave. Cuando logré abrirlo solo encontré decenas de sobres de semillas, esos que anuncian jardines con fotos fraudulentas: campos holandeses cubiertos de tulipanes azules, jacintos anaranjados y gladiolos blancos. Entre los sobres encontré unas castañuelas.
Y ahora me doy cuenta que con mi abuela se me confunden el centro y la periferia, o mejor dicho, la periferia invade el centro. Para mí, que me desembaracé de la religión como si fuera un lastre o una ladilla, mi abuela representa el borde de la magia, el misterio, la puerta entreabierta por la que se cuela el olor a arroz con leche o manzanas asadas. Es una religión primitiva, vaciada de rituales o símbolos pero llena de fuerzas primarias y esenciales: la obcecación del Lord Cheseline contra el mechón de pelo endurecido, el calor de la plancha alisando la arruga el delantal. Y el ruido de las castañuelas. Y el silencio del poroto contra el papel secante.
A los que, por simple curiosidad o masoquismo, les interese ver cómo se gestó este texto y cómo evolucionó desde una idea a su versión final, pueden ir acá.
pah…que bien escribís Xtian…ya te he leido por varios lados y me alegra haber dado con tu bitácora. Tu abuela era una mezcla de Dory(la pescadita de Nemo) con aquel dibujo maravilloso de Caloi que era alguien al que le había nacido una planta en la cabeza…Salú
Llego muy muy adentro…recuerdos olvidados.
Te felicito, no solo por escribir tan bien y con tanto sentimiento sino por haber superado con dignidad más que suficiente la desgracia del post anterior. Si tus textos fuesen todos como este, jamás habría criticado tu idea de organizar un taller literario. Lastima que hayan existido “Confesiones”, “La otra endogamia” y la saga de Tiago…
BRILLANTE! Pibe, sos sensibilidad pura. Gracias.
Este post, por la idea que desarrolla, no por el desarrollo mismo, me trajo a la mente algo que leí en “La Peste” de Camus, cuando el personaje principal (no recuerdo ahora su nombre) recuerda a su madre.
Me impresionó todo el proceso: las notas, los borradores, el periodo de tiempo desde que nace la idea hasta el post final…
Yo, que me planto delante de la pantalla, escribo y le doy a “publish” me doy cuenta de la gran diferencia entre mi blog y este. Me hace pensar que los que seguimos este blog estamos ante un profesional. Alguien que vive la escritura como lo principal. Eso me da ganas de seguir leyendo (y escribiendo).
Por otra parte, el post me encantó. A mi abuela (recién fallecida hace dos meses) también la llamábamos Lala. Leía este post recordándola, encontrando muchas similitudes entre Carmen y Enriqueta.
Así que, simplemente gracias, Xtian.
Xtian: brishante. Para leerlo despacito con el tenedor de postre.
Nick
Y asi es que cuando tu no estes todo rastro de tu abuela se desvanecera de este mundo, en donde solo unas memorias de ella es lo que quedo a su paso por la vida…..
Buenísimo Chris, ya es tiempo de que pienses en publicar. Tu cuento está a la altura de los mejores de Cortázar.
xx
Quedó perfecto, Xtian. Muy bueno el backstage del post. Me hizo ver todo, a tu abuela, tu patio, a tu hermana corriendo con el loro en la cabeza.
Un abrazo.
Hace poco tiempo que te leo, pero comparto muchas de las cosas que decís. Este relato sobre tu abuela está buenísimo. Hace un par de años publiqué un libro de cuentos: “Vientos de la memoria”, y el primero, llamado “Las palabras” está dedicado a mi (presunta) abuela. Espero que sigas ahí; yo me quedaré aqui.
Hola, Christian; tanto tiempo.
A mí, a decir verdad, me gustaba tu ex-estilo, un poco más naïf y guarro.
Marinita: uno el estilo no lo controla mas que en forma oblicua. Nunca dije voy a escribir naif y guarro, ni nada de eso.
Asi que solo puedo lamentar con vos que te guste algo que ya murio y no existe mas. Mis condolencias.
Es curioso cómo los personajes de nuestra familia pueden acomodarse en un elenco. Cuando se trata de gente que te hace/hizo bien, están fuera de foco, pero ocupando un lugar tremendamente necesario; sin ellos, quedan baldías las gradas y parecen muy tristes las transiciones entre plano y plano.
Cuando se convierten en el villano o en el gangster usurero, van y te hacen las mil y una hasta que en el guión ya no quedan recursos para eliminarlos. Tenés que vivir como en una serie, condenado a confrontarlos en cada capítulo.
A vos te envidio la abuela. La mía siempre fue de cobrar caro y pedir los roles protagónicos, empacándose y mostrando su enojo antes de cada toma, para asegurarse un buen pase al estrellato.
Cada familia es un mundo, pero no existe película que no merezca ser filmada, no?
Saludos, macho. Muy lindo post.
José.
Esta mañana me desperte antes de las 7, porque Jorge entraba a laburar temprano y si me desvelo no me da para quedarme solo en la cama. Asi que me prepare un cafe con leche y me atrapo la red de redes. Finalmente, de uno de esos tantos blogs que te postean, vine a parar al tuyo (que a su vez lleva al mio). Y me entretuve leyendo estos post que publicaste en mi ausencia. Este que acabo de leer es tan… no se que decir, no hay nada que decir, ya lo dijiste todo vos. Sos formidable.
Aprovecho el disparador de tu texto para reproducir un párrafo clave de Yourcenar, que vos seguramente conocés bien.
“En el caso de la mayoría de los seres, los contactos más ligeros y superficiales bastan para contentar nuestro deseo, y aún para hartarlo. Si insisten, multiplicándose en torno de una criatura única hasta envolverla por entero; si cada parcela de un cuerpo se llena para nosotros de tantas significaciones trastornadoras como los rasgos de un rostro; si un solo ser, en vez de inspirarnos irritación, placer o hastío, nos hostiga como una música y nos atormenta como un problema; si pasa de la periferia de nuestro universo a su centro, llegando a sernos más indispensable que nuestro propio ser, entonces tiene lugar el asombroso prodigio en el que veo, más que un simple juego de la carne, una invasión de la carne por el espíritu.” (Marguerite Yourcenar,”Memorias de Adriano”)
Cric: me encantó el relato, me encantó cómo está armado, me encantó tu abuela, casi fantasmagórica, casi primitiva al no dejarse fotografiar (como si la foto se quedara con parte de ella) y, como ya te dije, el cajón con llave conteniendo semillas es un mensaje en sí mismo: la vida es un tesoro, y un misterio. Chapeau.