Son las 3 de la mañana y la noche cambia su respiración. Se pone abdominal, pránica, así que decido parar a comer, y me pregunto si sí, si acá, y le pregunto al mozo asomado la vereda si me cobran recargo en la vereda. Ahora no, antes sí, me dice el mozo, así que lo tomo como una invitación. Y me siento. Se va Polino y baja de una 4×4 una vedetonga, como tironeados por un sistema de poleas, una carrera de postas farandulera. La vedetonga viene con sus varios asistentes, una vedetonga que debería conocer, y que me saluda, y también su personal trainer, peinador, etc. Se sientan al costado a un metro, juntando varias mesas.
Pasan tres pibas borrachas, en calzas, subidas a plataformas Eiffel, tambaleantes, y nos preguntan a todos los de la vereda, si mañana se va a arrepentir, y señala su celular. Supongo que se refiere a arrepentirse de mandarle mensajes a su ex ahora, borracha. Qué pesada. Yo no me saco los auriculares, pero ella sigue insistiéndome, hasta que le digo un cansino “ni idea”, y hasta que la amiga la llama desde la parada del colectivo a media cuadra, gritando, basta boludaaaa, daleee. Hacele caso a tu amiga, le digo, y se va corriendo, traqueteando.
Pasan, antes de que pueda pedir mi café, varias tandas de pibes pidiendo, uno se llevó mi Coca Zero, el otro un alfajor Jorgelín, y los otros solo aceptan cash. Bah, el de la Coca Zero tiró la Coca en el tacho de la esquina, me la pidió solo para sostener durante veinte metros el discurso de “quiero algo para comer”, pero quería guita. Con los siguientes empiezo a repetir que no tengo, y que ya pasaron muchos antes.
Llega una parejita de amariconados emperifollados enamorados, ados, ados, ados. Achupinados. Empaquetados en sus entalladísimas camisas pendejeriles. Se acomodan en sus sillas, amortajados en sus apretados corsets. Piden atención especial. Escucho eso y creo que es un chiste, pero no. Se ponen gomosos con los mozos. Giro para mirarlos y se pidieron un champán, dos copas, y están tomando con los brazos entrelazados, como si estuvieran en su fiesta de casamiento. Se me ocurre la frase “enamorada al muro” pero se me cambia a “enamorada al puto” cuando veo a uno hacer conejito con los labios, y el otro hace otro conejito, y las bocas tensas y romboidales espadean raro, no hay encastre ni inserción. Después le dicen al mozo qué mala atención, que si doy vuelta la botella en el balde me tienen que traer automáticamente otra, sin que la pida, por favor, me extraña.
Invitan a la vedetonga y su entorno a que se sume a la mesa de ellos con la excusa de yo a vos te atendí, y la vedetonga dice tengo frío, hace ondular los hombros con un escalofrío, comprime el pecho para apretar las tetas como frutas, y vamos adentro, chicos, qué frío, y todos sus pajes eunucos enfilan detrás de ella, cleopátricamente, Bangles.
El tiempo pasa, lento, desenfoco la mirada para que las luces y el polvo suspendido en el aire de la noche se confundan, y me dejo mecer por el oleaje del colectivo que periódicamente llega desde el fondo de la calle, parece venirse encima, atropellar la vereda pero frena apenas, parece hamacarse como un barco, veo al colectivero tensar los músculos y volantear, y los pasajeros sentados, como monitos colgados ahí arriba, en el aire, y que desaparecen hacia mi izquierda, yendo a laburar.
Viene otro pibe a pedir, este ya gangoso de falopa o alcohol, le digo que no tengo nada, papá, ya pasaron muchos. Y los dos de atrás, mariconamente, preguntan tenés hambre, vení, sentate. Una vedetonga, un chico pobre, el living de Intrusos, da lo mismo. El pibe va hasta le mesa, los dos le ofrecen pedazos de pizza de la panera, tomá, tomá, pero el pibe les pide “comida de verdad”. Y como no no se la dan (aserrín aserrán los maderos de San Juan), les revolea los pedazos de pizza por la cabeza. Los tengo atrás, pero veo los triángulos de sombra volando, como una suelta de palomas geométricas, chinescas.
Giro y veo ahora los cachos de pizza 3D y las caras deformadas de furia de los dos amariconados. Tengo ganas de repetir la escena, corte, va de nuevo, y que el pibe revolee la pizza y también el champán por el aire, en cámara lenta, así completamos la metáfora menemista. Pero no, se escucha a uno de ellos gritando, un aullido de gato despellejado, un amago de sirena, y vienen los mozos, y un viejo de allá se apura a mostrar su solidaridad. Más tarde lo invitarán a la mesa, y los dos amariconados le pedirán que les cuente lo que pasó como si no lo hubieran vivido, desdoblados, y acotan y corrigen la versión, no, ahí que agarró la canasta del pan y me la tiró en la cabeza…
Vuelve paulatinamente la calma y siguen pidiendo más champán, y exigen la presencia del jefe de mozos para contarle, y cada uno que se asoma a la vereda, mozo o comensal, lo frenan para contarle también. Se lamentan de que ahora se les arruinó la noche, que se les fue el hambre, y se tocan la panza que aprietan para que calce en el chupín. Sale una vieja del restorán, empastillada o borracha, y la llaman. Yo a vos te atendí también, qué mal que estás, vení sentate… Pero la vieja raja diciendo no, no, noooo.
El jefe de mozos escucha la historia, le piden que llame a la policía, se quejan de que no hay nadie por acá, cuidándonos como ciudadanos que somos, esto es un páramo, ya no hay policía en la calle. Al rato viene un patrullero, gira en U en la calle, muy Starsky y Hutch. Se bajan mujer y hombre, con los pulgares colgando de los cinturones, se quedan dos minutos, preguntan cosas borrosas y toman nota. Preguntan si era pelado, si tenía barbita y si tenía un buzo negro. En todo este tiempo todos los que pasaron cumplían con esa descripción, casi el uniforme homeless. Si viene uno pelirrojo, con bucles, y con un solero floreado, ese sí, ¡deténgalo, policía, es él!
Se van los polis y los enamorados siguen tomando. Y aparecen dos pibes más, a pedir, y son la gota que rebalsa el vaso (o la copa, en este caso, de champán). Se me acercan, balbucean, y les digo que no tengo plata, y me gambetean la excusa, con un “no, yo no te vengo a pedir plata”, cosa que termina con dos amagues, un caño, una media chilena, y un pedido de plata. Les digo vayan, che, que ya llamaron a la policía… Pero no me escuchan y es en ese momento que desde atrás escucho a uno de los dos enamorados que les grita: negros de mierrrrda, hay que prenderlos fuego a toooodos. Pausa, como para acomodar la cámara y hacer foco. Y ya veo a los pibes que hacen montoncito con la mano e inflan pecho, que te pasa afeminado, dicen, no puto, sino afeminado, un toque de delicadeza post matrimonio igualitario y ley de identidad de género, una batalla cultural ganada, acá, entre pizzas y champán revoleado, y avanzan rodeando mi mesa, y como avanzan, como mueven las piernas en bloque, y el pecho espigado, me hace acordar a una batalla de acto escolar, y suena de fondo la marcha de San Lorenzo. Del otro lado del campo de batallo, con la copa en la mano cual improvisada bayoneta, uno de los amariconados insiste con a ustedes hay que prenderlos fuegos a todos, basuras hijos de puta, negros de mierda… Yo soy abogado, agrega, y trato de imaginar qué ley habilita a un uso preventivo de la hoguera. El otro empuja con un sí, dale, dalee.
El abogado logra levantarse a pesar del corset y el chupín y la silla, que con la borrachera funciona también como un segundo corset de madera, en capas, y los encara, y yo me levanto y me corro a un costado, educado. Paren chicos, les digo, y no sé quién me toma el pedido, si las mariconas, que chupan pija como yo, o los pibes, que vienen del conurbano como yo, el conurbano, ese límite mítico donde se termina el mundo sostenido por cuatro tortugas. Dos mozos salen, en un rara visión parecen salir de las heladeras exhibidoras, atravesar el vidrio y enderezarse rígidos e inflados en la vereda, entre los dos bandos, y tratan de interponerse, sin tocar ni a la maricona quijotesca ni a los lumpenes molinos de viento. Los mozos hacen un cordón de entorno maradoniano antiperiodismo, efectivo, elegante. ¿Sabés cuántos Danoninos te faltan a vos para pegarme, afeminado?, escupe uno de los pibes. Escupe literalmente, gotitas iridisadas por la luz de otro colectivo-ola que gira en la esquina, con los monitos girando las cabezas para mirar la pelea. Los mozos tironean de la maricona de los chupines que tira el mentón y el pecho hacia adelante y retrasa las caderas, muy Michael Jackson, y ahora debería hacer pausa, moonwalkear hacia atrás, y torcer el sombrerito para esconder los ojos, puntas de pie y… who’s bad?
Empujan a Michael, hasta que lo sientan. Y ahí pasa algo mágico: uno de los dos pibes revolea… ¡un Danonino! Recuerdo la frase de hace segundos, ese “¿sabés cuántos danoninos te faltan a vos…?”. Y veo al Danonino volar en parábola, por el aire, materializado. ¿Será este lumpen Sai Baba reencarnado, capaz de materializar cosas con solo nombrarlas, o será solo materializador de Danoninos? ¿o cargará con un stock de Danoninos por si se pelea con alguien y hay que desafiarlo invocando su fuerza danonínica, como en este caso?
Lo cierto es que el Danonino vuela, casi aletea en ralentí entre las luces de neón que flotan sobre la calle, y el polvo tibio de la primavera que por fin llega, y Shiva tose, y carraspea un segundo y luego todo vuelve a encausarse y el Danonino aterriza con un elegante y simpático plaf. Hace patito en la vereda, plaf plaf y luego patina y se detiene. Los pibes se van, o se esfuman, humo ninja, no están más, y a los pocos minutos aparece otra vez, en loop la policía. Cada vez más la sensación es de cinta de montaje universal, el fordismo del karma, Nietszche que gira y contragira en su cama en el eterno retorno del insomnio.
El enamorado boxeador tiene ahora la boca totalmente torcida, y se puso azul. O sea, tiene una borrachera Picasso, lo veo de perfil pero su boca habla de frente, cubista, azul, detonada, proyectada. Le pintaría una lágrima oblonga, combada, o unas hormigas Dalí y unos relojes combados, chorreados. Los policías toman nota, aunque las pistas son difusas y contradictorias. Otra vez el identikit comodín del lumpen: pelado, buzo negro, barbita, si fue para allá, y a todo los amariconados dicen que sí. Los negros se me confunden, yo muchas veces compro camisa negra y resulta ser azul oscuro.
Cuando la mujer policía, que está al costado, se aleja unos pasos, me acerco y le cuento que sí, que los enamorados buena onda le ofrecieron comida a uno que pasó, y que ese les revoleó las pizzas por la cabeza, pero que estos dos solo pidieron guita, y que los que saltaron con el spiedo Juana de Arco revival groncho y el genocidio fierita fueron la parejita boosteada por el fatality del champán. Ah, okay, dicen, mientras el otro policía, otra vez, hace que toma notas. Voy hasta la caja y pido pagar, y me toman el pago sin chistar, rápido, acostumbrados, aliviados, y entiendo entonces por qué no se paga más adicional de vereda.