[5 de Octubre de 2002, Rutgers, New Jersey]
Tardé casi una semana en averiguar su nombre. Antes nos habíamos cruzado decenas de veces en el baño, en las escaleras, en las duchas. Nuestro intercambio de “heys” y su versión extendida “hey, how are you?” (una pregunta que no exige ninguna respuesta) se cumplía siempre frente al espejo del baño: la ceremonia de lavarse las manos luego de mear fue nuestra primera intimidad. Finalmente hace un par de días la sincronización de nuestras meadas fue total. Nuestros chorros se extinguieron simultáneamente, abrimos las canillas al mismo tiempo, nos quedamos rígidos esperando que el otro tironeara de la toalla de papel de la expendedora, nos saludamos torpemente, salimos juntos del baño e iniciamos una conversación básica.
Eric: No me acuerdo cuál era tu área de estudio…
Nunca habíamos hablado antes, me divirtió el recurso de inventar una conversación inexistente para iniciar nuestra primera charla.
Yo: Ciencias de la computación, ¿y la tuya?
Eric: Inglés.
Yo: (cambiando al castellano) Pero vos hablás castellano, ¿no?
Se sorprendió. A mí me sorprendió que se sorprendiera. La piel caribeña, los rasgos de la cara latina, el acento apenas cantado, todo era fácil de rastrear…
Eric: Sí, ¿cómo sabés?
Yo: Bueno, te ví el otro día en el gimnasio, con tus anteojos de lentes azulados y una remera que decía “boricua”.
Apenas terminé de pronunciar la frase quise rebobinarla y eliminarla. Demasiado tarde. Aquel día, trepado al escalador había suspendido la lectura de Marie Claire cuando vi al muchacho de musculosa roja cruzar el gimnasio con aire de matón. Al principio no lo reconocí, solo perseguí con la mirada a este loquito que con seguridad se había arreglado para ir al gym, y cuyos anteojos azulados eran casi ridículos. Entró en el gimnasio a las 10.05pm. El gimnasio cerraba en menos de 25 minutos, ¿para qué gastar un par de pantalones planchados en una visita fugaz al gym?
Ahora lo tenía enfrente. Era quizás la primera vez que hablábamos enfrentados, sin la mediación del espejo del baño. Tenía puestos pantalones de gimnasia cortos blancos y una musculosa blanca también. Los hombros morenos se le tensaban apenas cuando se despegaba de la pared para subrayar alguna frase con un gesto firme de las manos.
Desvíe la mirada, estaba claro que lo había incomodado, ya que se largó con una disculpa innecesaria.
Eric: Sí, un amigo me pintó esa remera, que diseñé yo. No quiere decir nada, no soy nacionalista. Nací en Brooklyn, soy portoriqueño pero de acá. La remera no significa nada, no sé por que la uso, creo que me gusta, la verdad no sé…
Lo tenía que sacar sí o sí de esta calesita infernal.
Yo: No te hagas problema, cuando voy a Argentina la gente siente casi la obligación de regalarme remeras que digan “Buenos Aires” o “Argentina”. Yo las uso porque me gustan, porque me las regalan, porque sí, no sé, no importa demasiado…
Se tranquilizó y ahí sí charlamos animadamente. Me contó que le gusta mucho su área de estudio. Yo lo elogié: Rutgers tiene uno de los mejores departamentos de Inglés del país. Me preguntó que área de la computación me interesaba y le conté mis dudas al respecto: teoría o sistemas, la eterna lucha. El asentía con la cabeza y luego afirmó que el mismo estaba en una disyuntiva similar: fascinado por la teoría crítica, se preguntaba si conseguiría alguna vez empleo académico en una disciplina tan volada, tan ajena. Luego me preguntó si me gustaba la música latina y me recomendó una emisora de radio. Le comenté que era un novato en el área de la música caribeña, pero que al menos estaba tomando clases de salsa este semestre. Se entusiasmó y me comentó que el va a enseñar esa clase el año que viene.
Nos despedimos con cordialidad, durante la charla me había ya invitado a comer arroz con pollo (o como dicen los portoriqueños, “aloz con poio”) con su abuela en Brooklyn, a salir a New York a alguna disco y hasta se había ofrecido para darme un “pon” (ride en inglés, aventón en mexicano) al supermercado si lo necesitaba.
Pasaron los días y siguieron nuestros encuentros espejados. Alguna vez lo ví pasar detrás mío en bolas, yendo del baño a la ducha, pero remonté la mirada con pudor para esquivar su desnudez morena. Otra vez fui yo el sorprendido mientras, flexionado (casi enredado en una pirueta inútil) y con el culo apuntando hacia la puerta me levantaba los calzoncillos justo cuando el entraba en el baño. Se me escapó un “¡Uuuups!” imbécil, que sonó doblemente tarado cuando lo seguí con un “What´s up dude?”.
Luego tuvimos una breve conversación en la escalera.
Eric: ¿Cómo van las clases de salsa? Hay un par de chicas en el departamento que quieren ir a salsear y no encuentran hombres, así que ponte bueno pronto que salimos con ellas…
Se me acercó para golpearme suavemente el hombro y hacer un brevísimo paso de baile salsero. Siguió bajando la escalera.
En ese momento decidí que tenía que la próxima vez que lo viera le diría que era gay. Al fin y al cabo, el boom-boom-chi-boom-boom que sacude su habitación y el despliegue infinito de cosméticos que riegan el baño cuando se ducha indicaban algún nivel de radioactividad gay en su organismo.
Ayer a las 6 de la tarde, me sobrevino un hambre atroz. Sólo podía saciar mi ataque de hambre haciendo un uso eficaz del dollar menu de Mc Donalds, así que hacia allá me dirigí. Me crucé a Eric en el camino. Salía con un vasote de helado de la heladería y buscaba lugar en un banco desocupado de la vereda. Apenas me vió me hizo lugar a su lado y me frenó con decisión.
Eric: ¿Dónde vas? Quédate un rato conmigo.
Hablamos de trivialidades. De cómo nos cuesta sentarnos a estudiar. Yo le aseguré que me encantaría leer “The good soldier” (lo tenía sobre su falda) y que odiaba en cambio “Computer networks” (que descansaba sobre la mía). En eso estábamos cuando empezó su orgasmo.
Eric: Hmmm, ¡mi Dios, que rico ésto! Es crema dulce cubierto de salsa caliente de manzana. Hmmmm. ¡Hmmmm!
Charlamos un poco más y me dijo que me devolvería el favor de hacerle compañía e iría conmigo al Mc Donalds. Terminó su helado.
Eric: ¡Ay, te puedo asegurar que si en este momento me ofrecen a elegir entre Jennifer Lopez o este helado, elijo este helado!
Yo: ¡Yo también!
Lo miré de costado para subrayar mi comentario, pero Eric seguía obnubilado por la potencia de la salsa caliente de manzana, obsesionado por reunir las últimas moléculas adheridas al vaso.
Camino al Mc Donalds nos cruzamos a Mathew y Doug, dos profesores gays del departamento de computación que son pareja. Como anillo al dedo: le comenté a Eric que eran pareja y que habián sido contratados por Rutgers como pareja.
Eric: Wow, que suerte. La verdad que deben ser dos genios o algo así, es tan difícil cuando uno tiene una pareja sincronizar trabajos…
Hmm, así que usaba el término pareja, así que había obviado cualquier comentario homofóbico…
Yo: Yo también soy gay.
Pedimos nuestras hamburguesas, continuamos charlando. Ahora Eric se deshacía en precauciones. Sus preguntas eran tan políticamente correctas que no llegaba a entenderlas. En el medio de su laberíntica pregunta lo cortaba en seco.
Yo: ¿Vos preguntás si tengo novio? No, no tengo, todo bien, no quiero tener.
Eric: Y respecto a la situación en Rutgers respecto a lo que sucede cuando una persona de tu tendencia que no es de aquí…
Yo: ¿Si me siento solo? ¿Si tengo problemas para encontrar gente gay o amigos? No creo que tenga más problemas en mi vida social de los que cualquier otra persona tiene. El problema de Rutgers, si sos estudiante graduado, es que es antisocial, seas gay, hetero, bi o lo que sea. ¿Y vos en que andás, tenés novia?
Eric: No, y en realidad no quiero. Si estoy con alguien me gusta estar bien… y ahora le quiero dedicar tiempo al estudio, no puedo estar en nada más. Este primer año lo quiero hacer muy bien… quedar muy bien parado para pedir un assistanship el año que viene, no puedo estar con la cabeza en otro lado…
Salimos a la calle, Eric insistió en que pruebe el helado de crema dulce con la salsa caliente de manzana. No hubiera osado oponerme a semejante exigencia. Llegamos a la heladería, pedí mi helado, pero antes Eric quiso probar la crema de óreo con canela. Tuvo su sexto orgasmo en ese momento.
Eric: ¡Hmmmmmmm! (dirigiéndose al heladero) ¡No, cámbiele la crema dulce por la de óreo con canela!
Lo miré sorprendido, había perdido la soberanía de mi helado. Agarré dos cucharitas. Nos sentamos y le ofrecí compartir los beneficios de la administración compartida del helado ya que de cualquier manera ya me había arrebatado su soberanía: le alcancé su cucharita.
Eric: No tengo ninguna enfermedad, no te preocupes…
La conversación se enrarecía. Hacía 30 segundos había visto los ojos del heladero que decía “pareja gay” cuando Eric modificó mi helado al vuelo, sin mi consentimiento. ¿El siguiente paso sería discutir acerca de enfermedades de transmisión oral?
La conversación se encarriló finalmente después de estas curvas y contracurvas sinuosas. Eric se relajaba, hablaba de su vida del college, de su desconocimiento de la literatura latinoamericana, de New York.
Volvimos a casa. Me mostró en un santiamén su “apartment”, sólo una habitación minúscula, desordenada y superpoblada. Le mostré mi habitación, mi breve biblioteca, las cajas de CDs apiladas en el piso.
Nos despedimos con cordialidad, y con su promesa de ir a alguna discoteca juntos antes que termine el semestre.
Que así sea.