Strippers y faraones

[21 de Octubre de 2002, 5pm, Rutgers, New Jersey]

Rutgers tiene 5 campuses desparramados en forma caótica, conectados por un servicio gratuito de autobuses. Cada campus agrupa especialidades, aunque el campus central – College Avenue – es el más diversificado: agrupa las materias comunes y los edificios administrativos, junto con la mayoría del alojamiento que provee la universidad. College Avenue se encuentra situado en el downtown de New Brunswick, a tres cuadras de la estación que en 50 minutos te lleva a Manhattan. También es el campus con mayor densidad de cafés, bares, comercios, librerías. Hmmm, no, la realidad es aún mas brutal: en los demás campuses solo hay un Student Center con 3 o 4 lugares para comer (Wendy’s, comida china, pizza, sandwichs) y una especie de mercadito de ramos generales. Si te agarró hambre y son las 11 de la noche, perdiste. En resumen la vida es limitadísima si no tenés auto.

Cuando llegué por primera vez a Rutgers hace 4 años decidí vivir en Busch campus. Este campus agrupa las ciencias duras: matemáticas, ingenierías, física, química, además de biología y sus parientes: bioquímica, bioinformática. Las razones de mi elección fueron de índole práctica: el alojamiento espacioso, las dos cuadras que me separaban de mi oficina y de todas mis clases, la cuadra y media que me separaba del gimnasio más completo de la universidad.

Pero pronto sufrí las consecuencias de mi elección. Busch es antisocial por naturaleza: inundado de estudiantes chinos e indios, que se agrupan en racimos y hablan en chino o hindi, frenéticos y focalizados en su investigación, desesperados por conseguir un advisor, por sacarse la mejor nota, por llamar la atención de los profesores que tienen funding para repartir. Por otro lado, la mecánica de Rutgers hace que el campus muera cuando los estudiantes undergrads se van. A nadie le importa que los estudiantes de Masters y Doctorado permanezcan en la universidad durante el receso invernal, la universidad se preocupa por el bienestar de su mayoría undergrad y ni siquiera se preocupa por barrer la nieve durante el receso. El 3 de enero el paisaje es desolador: el blanco omnipresente de la nieve, el student center que solo abre hasta las 4 de la tarde y los autobuses que solo corren una vez cada una hora y sólo hasta las 6 de la tarde.

Por eso, cuando volví a Rutgers en agosto de este año, hice lo imposible para conseguir alojamiento en College Avenue. No soportaba la perspectiva del infierno invernal, del invierno infernal, del paisaje “Fargo” de enero en Busch campus. Tenía todavía caliente la memoria de esa noche helada en la que al apresurarme para llegar al cine a horario patiné en el hielo y me quebré el codo.

Ahora vivo en College Avenue. El alojamiento tiene sus desventajas: el baño se comparte con 15 personas, la habitación es chica, el edificio viejo y en mal estado; pero aún así no me arrepiento de mi decisión. Ayer, a la 1.30am tuve un súbito antojo de helado de mango. Caminé tres cuadras y volví con mi droga legal favorita.

La calle se llama Easton Avenue, allí se agrupa el área comercial más cercana a College Avenue. Son apenas dos cuadras, pero alcanzan: hay tres o cuatro lugares de pizza-sandwichs, uno chino, dos mexicanos, dos o tres mediterráneos, tres o cuatro mercaditos, una heladería artesanal, una peluquería-solarium.

No sé exactamente por qué, pero la zona está dominada por los mediterráneos y los árabes. Se los vé charlando en grupitos de tres o cuatro, los rasgos firmes, el acento engolado, los movimientos rápidos de las manos, el tono de voz potente, la risa estentórea.

Varios de ellos parecen estudiantes de Rutgers, aunque treintañeros. Varios de ellos son muy atractivos, con esa extraña mezcla de masculinidad áspera y de afabilidad sensual. Hay uno de rasgos exóticos, el mentón cuadrado, los ojos apenas hundidos, que prepara sandwichs en uno de los grease trucks (camiones grasosos). Pone tanta pasión al preparar los sandwichs, que mirarlo apilar las fetas de fiambre entre los dos panes o untar la mayonesa con un movimiento seco del antebrazo es un festival para los ojos.

Los grease trucks son una institución en Rutgers: un puñado de casas rodantes, especie de puestos de sandwichs ambulantes, ubicados en el estacionamiento vecino a la parada de autobuses principal de College Avenue. Están abiertos hasta las 4 de la mañana, y son el lugar indicado para comer algo mientras se espera el colectivo.

Creo que mi favorito no es él, sino un muchacho de unos 25 años que atiende uno de los mercaditos de Easton Avenue en el turno nocturno. Tiene el pelo corto y oscurísimo, los rasgos afilados, la mirada intensa. Una noche le vi el ombligo. Llegué a las 1.55am a comprar unas bananas (mi otra droga legal favorita), y lo sorprendí quitándose la remera y calzándose un delantal de doctor. Debe estudiar medicina en Rutgers y se estaría preparando para su guardia nocturna. Nunca antes trabamos conversación, pero el otro día tuve mi oportunidad.

Ya me considero cliente del mercadito (ya compré cientos de bananas y decenas de helados de mango). El otro día cuando entré al negocio observé que habían colgado del techo unas quince banderas de distintos países.

Yo: Estoy ofendido… ¿Dónde está la bandera argentina?
El: Hmm, no la tenemos, pero si vos la traés la colgamos… Mi bandera tampoco está ahí, yo también estoy ofendido.
Yo: ¿De dónde sos?
El: Egipto.

Estuve a punto de cantar un pedacito “Camina como un egipcio” de Bangles o de pedirle que caminara como un egipcio a él mismo, pero desistí.

Así progresamos a otro nivel de intimidad. Ahora agrega a cada frase la palabra “man”. Dice: “Adiós, hombre” o “Acá tenés tu vuelto, hombre”, “No tenemos mas Diet Sprite, hombre”.

Mis conquistas en el medio oriente no terminan ahí. El viernes pasado, acosado por el deber de verme bien con mis recién estrenados 32 años, fui a cortarme el pelo. No tenía tiempo de investigar algún lugar barato, asi que fui a la peluquería sobre Easton Avenue, que queda enfrente del mercadito del faraón.

Había dos tipos, uno lindo y uno feo. Por supuesto que eran árabes, por supuesto que me cortó el pelo el feo, aunque el lindo le daba indicaciones mientras le cortaba el pelo a una rubia. Yo miraba de reojo la energía con que se enfrentaba a la cabellera arisca de la platinada. Al final el feo se apartó y el lindo vino a trabajar en los últimos retoques a mi corte. El jean prolijamente deshilachado y el culito redondeado, la remera blanca apenas sugiriendo unas tímidas visitas al gimnasio pero un cuidado milimétrico en las comidas…

Enseguida se largó a conversar:

El: ¿Hablás español?
Yo: Sí, soy de sudamérica.
El: Qué bien, ¿hablás portugués también?
Yo: No, solo español… ¿vos de dónde sos?
El: Soy franco-libanés.
Yo: Ajah, yo una vez comí comida libanesa… ¿comen carne cruda no?
El: Sí, es un plato tradicional, pero la carne tiene que estar muy bien, tienen que matar la vaca y enseguida prepararla…
Yo: Entiendo, igual no me gustó…
El: Ustedes también comen la carne así, ¿no?
Yo: No, en argentina primero la cocinamos…
El: A nosotros nos gusta la carne igual que nos gustan las mujeres: bien jugosas.
Yo: ¿Y bien frescas? (en inglés ser fresh – fresco – es ser degeneradito y tener la idea fija).
El: (riéndose) Sí, por supuesto. Yo tuve una novia argentina ahora que me acuerdo…
Yo: Qué bien, las mujeres argentinas son bonitas… aunque pasan demasiado tiempo delante del espejo y están muy pendientes de su aspecto. En realidad los hombres argentinos también son así.
El: Yo creo que no tendría problemas entonces…

Ahí se alejó unos pasos, agregó un “¿no te parece?” y se levantó la remera blanca hasta que se le vio la panza plana y el pecho lampiño, marcado.

No entendí nada, pero de cualquier manera había terminado de cortarme. Pagué mis 22 dólares y me fui. Un poco caro para un show de strip-tease.

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