[23 de Octubre de 2000, San Francisco, California. Encontré hoy este email con el título “Mail para reescribir” que nunca envié por juzgarlo en estado embrionario. Todavía lo está. Este email forma parte de la hemorragia verbal que provocó mi cumpleaños número 30 (notarán el aire lúgubre, caótico, nostálgico). Pedazos de este email fueron usados en otros, sepan disculpar la repetición involuntaria.]
Empecemos a rasguñar la superficie, la burocracia de la vida, esa caparazón donde nos estampan los sellos, esa neblina que cubre nuestras jornadas de desasosiego y comezón. Terminé de escribir mi ensayo. De alguna manera pasó mi cumpleanios, contesté llamados que mi celular se desesperaba por identificar. Voces cercanas que vienen de lejos, brisas refrescantes nacidas en territorios de atmósfera incandescente, buenos aires necesarios para la respiracion artificial en el gran país del norte.
Pasó mi cumpleaños número treinta. Chateando. Desesperado bailando sobre un palo enjabonado, delicado equilibrio en la fugacidad de un día que el futuro sorbe con una bombilla.
Ansiedades numéricas me empujaban a tipear sinsentidos en mi ensayo de Masters, perseguido por voces que aseguraban que si el día se terminaba, que si osaba empezar los treinta y un años con el ensayo inconcluso, mis más sagradas posesiones (el colchón inflable, el discman, mi pote de helado de dulce de leche) se convertirían en hortalizas, y me vería obligado a escapar escaleras abajo para evitar que Darren me viera como lo que realmente soy: una niño abusado por sus hermanastras, un chico harapiento nacido bajo el signo de la pobreza y la impudicia.
Terminé, los vecinos de abajo golpeaban el techo (mi piso) exigiendo que terminara de una vez con los sollozos entrecortados, orgásmicos y circulares, los espasmos felinos que me subían desde el diafragma y se abrían paso imparables, un hipo que hacía temblar mi faringe y chirriar mis cuerdas vocales.
En ese segundo que llevó hacer click sobre el botón del send, en ese mismo instante en el que escupía mi email (mi delirante y vacuo aporte a la comunidad científica de principios de milenio) al ciberespacio, ví pasar toda mi vida frente a mis ojos.
Un rectángulo negro, tres líneas doradas que tiemblan un segundo y luego se expanden y veo a mi abuela agachada en su quinta, sacando los yuyos de entre los tomates. Yo tengo diez años, estoy ahí parado frente a ella y me vuelvo a preguntar por qué mi abuela se empecina en cosechar tomates, si está claro que los tomates de la verdulería son igual de rojos, igual de jugosos, pero con la ventaja de no obligarla a agacharse, con la ventaja de obligar a otras abuelas invisibles a tal suplicio, con la ventaja de arquear espaldas que me son indiferentes.
Mi abuela terminaba su faena volcando baldes de pasto en el pozo negro que ya no se usaba, en un costado del jardín. Me inquietaba el misterio de ese pozo que no se llenaba nunca. Ahí en mi jardín habia un agujero que todo se lo comía, que nada podía llenar. El terror se volvió materia de mis pesadillas cuando ví el episodio (¿doble? – el morbo de Michael Landon no tenía límites) de “La familia Ingalls” en el que un niño cae en un hoyo abandonado por mineros irresponsables.
La imagen se desdibuja, se espesa en un rosado informe y luego súbitamente vuelve a enfocarse. Ahora veo a mi hermana gritando, poseída de un horror que no es de este mundo. Corriendo en espiral por la galería, corriendo con la certeza de que no escapará del hechizo diabólico que la invade. Hay un loro aferrado a su cabeza, y está claro que el pajarraco ha llegado para quedarse.
Ahora veo los minutos anteriores. Mi abuela, mientras cuelga ropa en el jardín, descubre un loro sobre la medianera. Que debe ser de un vecino, que hay que bajarlo, pero cómo hacemos ya que la medianera tiene como 6 metros de altura y no hay escalera, hay que actuar rápido, de esto depende el honor de la familia. Mi abuela es “del campo” y lo siente como su responsabilidad, nos aleja a todos con una mímica grandilocuente para no espantar al perico. Necesita intimidad con el loro, que ya es Pepe, que será siempre Pepe. Y Pepito baja taciturno, dos pasitos y está sobre los tablones apilados, y mi abuela hace ruidos de besito con la boca y otros ruidos igual de enigmáticos que nunca supe que mi abuela pudiera hacer. Mis hermana Gabriela, mi mamá y yo exigimos estar allí en primera fila. Andrea, en cambio, siente un horror epidérmico hacia los animales, le fascinan en los documentales de la televisión, pero no cerca, así que se refugia bajo el techo de la galería.
Lo que sucede luego también pasa frente a mis ojos. El loro que avanza hacia el borde, una zambullida suicida en el aire caliente de la tarde, las alas verdes que se despliegan, el vuelo oblicuo cruzando el jardín, de pronto no estamos más en la primera fila, el sonido seco del aleteo y el aterrizaje en la única pista de aterrizaje posible: la cabeza de Andrea. Y Andrea que grita vocales alargadas, baila una danza frenética impresa en sus genes y que hasta ella misma desconoce, un zamarreo primigenio que babilonios o fenicios ensayaron invocando piedad a los Dioses, aturdidos por raíces alucinógenas y pócimas espesas. Pero acá no hay piedad, no hay Baal que la libre de esta calamidad, quizás Pepe entiende que si se desprende de ese cuero cabelludo le espera una vida de repetir frases cansinas, de comer semilla de girasol del negocio de la otra cuadra, sospecha que quizás correrá la suerte del canario que murió de asfixia, víctima de los humos tóxicos del termotanque en el galpón.
Mi mamá parece de pronto dotada del tacto o la brutalidad de un neurocirujano, porque con la sangre fría de un verdugo extirpa ese alienígeno verde que está tan aferrado a mi hermana que ya parece parte de su cuerpo, como si Andrea fuera una criatura mitológica o una deidad egipcia: cuerpo humano, cabeza de loro.
Un coágulo de luz y ahora veo a mi mamá charlando con la mujer que limpia. Explotó un negocio en la otra cuadra, voló por los aires. Un día vendían plantas, macetas, las semillas para el canario. Al día siguiente sólo hay un cráter. Un cráter en el piso, un agujero. Mi mamá habla a medias, casi no dice nada, hay una complicidad en esa conversación murmurada que tiene algo de monstruoso. Ese día mi mamá me prepara para ir al colegio, el ritual de mojarme el mechón de pelo que impone una curva espigada y mi mamá que exige una linea recta y la raya al costado. Va a buscar el cepillo de madera marrón y siento las púas del cepillo que se me clavan en el cuero cabelludo, y los golpecitos que mi mama me dá en la cabeza, como intentando convencer a mi cresta punk de que acepte su destino de aviso de Lord Cheseline. Pronto pierde la paciencia y ensaya un movimiento que veo en mi abuelo cuando serrucha las maderas del fondo. Siento la fricción caliente, si sigue así el raspaje va a limar la tabla del 9 y la poesía de García Lorca tanto me costó memorizar la noche anterior. Mi mamá se rinde por fin, soy libre. Al despedirme, mi mamá repite cuatro veces que vaya directo al colegio, que si algún extraño me quiere hablar en la calle que siga, que no acepte ningún paquete, ni siquiera caramelos, ni nada de nadie.
Tres rayas azules, puntos anaranjados que giran enloquecidos y se dispersan y ahora escucho el ronroneo de la enceradora Yelmo y los Beatles que gritan desde el Winco que quieren sostener mi mano. La manzanita blanca que ví girar autista durante toda mi infancia en el Winco, “Hombre de ningún lugar” salta y “Submarino amarillo” está rayada pero no importa, le das un golpecito al costado y listo. O lo ponés en 78 y te reís a los gritos porque ahora los Beatles son como las ardillitas en la tele, aunque las mejores son las urracas que se comen el maíz en segundos y enloquecen a la pantera rosa.
El sonido de Los Beatles ahogados en la tempestad gruñona de la enceradora Yelmo: esa música vuelve a mí una y otra vez, siempre. Quizás sea la última música que escucharé.
Qué lindo esto que escribiste!
Qué bien escrito… Excelente esa mezcla de presente y recuerdos infantiles… Un tema que no me es ajeno en esta especie de crisis vital que estoy pasando.