La espalda encorvada, arrastrando los pies, el termo abajo del brazo, el viejo sube la cuesta desde avenida Las Heras y entra en el parque. Tiene una chomba roja, toda rota, sucia, los jeans con franjas marrones de barro también. Debe vivir en la calle, pienso. Camino atrás de él, al sol, no le veo la cara. El viejo sube.
Allá, más arriba, en la cima, aparece otro tipo, caminando lento, borracho, zigzagueando. Se frena al ver al viejo que trepa la loma. Pone los brazos en jarra, sonríe, casi no tiene dientes adelante. Vamos, usted puede, dice. Y se ríe. Avanza un poco, bajando, y él, bajando, apenas, puede. Uno, dos, tres, vamos, dice el borracho. El viejo gruñe. O se ríe. O tose. No estoy seguro porque no le veo la cara. Estoy atrás, el viejo tiene la chomba mojada entre los omóplatos. Uno, dos, tres, repite el borracho personal trainer.
Los tres coincidimos por un segundo en la misma línea. El viejo y yo subiendo, el borracho bajando. Usted puede, vamos, insiste el borracho. Los paso, tengo a los dos a mis espaldas. Entro en la sombra de los árboles y en el canto de los pájaros. Siempre puedo, le escucho decir al viejo.