Emprendo una nueva excursión a la verdulería, la que queda a tres cuadras, así aprovecho para caminar un poco más. Antes me ponía auriculares apenas salía de mi casa, pero ahora no. Disfruto de los ruidos de la calle como si hiciera snorkel en las Bahamas, todos son pececitos de colores. Paso siempre por una dietética muy bien provista. Hace años que está, pero hace unos seis meses cambió de dueño, y de onda. La compró un chino, y ahora hay más espacio, es todo más blanco, está todo ordenado.
Al volver de la verdulería pizpeo, y no, no hay nadie. Nunca, de todas las veces que paso, vi a nadie comprando, ni siquiera amagando a entrar. Así que entro. Hay de todo: frutas secas, cosas para celíacos, tés en cajas, y al fondo, bolsitas bien grandotas y olorosas de especias y tés. Hay lavanda, pimienta, clavo de olor, anís, curry, laurel. Qué ganas de comprar todas estas bolsitas que tienen ese pasto, un cacho de tierra, un poco de viento. Compro algunos, y después un té chai. Estoy en modo ahorro, usando tés del 2008, que cuando apoyo el saquito en la tacita, micro-estornudan polvito, micro-resoplan.
Cuando llego a la caja, siento que el chino da un saltito de alegría atrás del mostrador. Le pregunto con qué se puede pagar. Con todo. Mercadopago también. Eso supongo, porque tiene la calcomanía pegada en el mostrador. A él, en sí, le entiendo poco. Tiene puesto una especie de casco de la montada, esos que tienen todo un plástico curvo frente a la cara. Seguro que paran los ladrillos de Quebracho, el corona, no sé. No es de esos que hacés con una radiografía pegada con cinta scotch en una gorra. Esto es muy Robocop. Y abajo de eso tiene un barbijo. Así que lo que dice se escucha murmurado, lejano.
Veo que el cartel dice que abre de 9 a 21 horas. Un montón, para una dietética donde no entra nadie. Le pregunto si abre todas esas horas, supongo que no. Me aclara que no, que solo de 10 a 20. Todo lo que le permiten abrir, piensa. Me cobra, me agradece, que tenga un buen día.
Qué pena me da el chino. Haber comprado una dietética justo ahora. Su olfato para los negocios como el de aquel productor que fue a ver a Madonna en Danceteria a principios de los 80s y sentenció que esa tilinga desafinada no iba a llegar a nada. Llego a casa, me pongo a trabajar, y sigo pensando en el chino. Miro en la ventana de mercadopago y veo en el recibo electrónico que a su negocio le puso “Mi amor dietetica”.
Ojalá que mi amor sobreviva.