[30 de Marzo de 2003, 5 am, Rutgers, New Jersey, un nuevo ciclo en Puto y aparte]
La versión corta es “no lo sé”. La versión larga está llena de grumos, de asperezas, de nudos, de pústulas.
No sé que pasó en estos cuatro meses. O quizás se lo que pasó solo en forma fragmentaria: tengo las piezas del rompecabezas sobre la mesa, pero no sé si las piezas encastran para formar la figura de un tigre de bengala o el perfil de una tibia cabaña sumergida en un bosque ocre.
Pude forzarme a las actividades anodinas que llenan la cuadrícula de mi día: lavarme los dientes, ir a clase, comer, masturbarme; pero me fue imposible obligarme a escribir.
Mi vida se llenó de inconvenientes y contratiempos, zarpullidos y raspones: no los voy a enumerar. Un par de veces fui con mi cuadernito amarillo a Café 52 e intente escupir unos párrafos en la hoja. Nunca pasé de mis torpes ejercicios de precalentamiento: las oraciones se negaban a coagular, los verbos se trensaban en cruentos forcejeos con sus objetos directos, los adjetivos se empastaban y terminaban trabados en punto muerto. Compré un minigrabador y me prometí disciplina y grabaciones todas las noches; pero la palabra hablada y la escrita son parientes cercanos pero no hermanas clonadas y así el grabadorcito dormirá seguro en su bolsita de celofán.
Y no es que mis días se hayan vaciado de material anecdótico: todo merece ser contado. Escribir es una actividad rítmica, si se empieza con el paso cambiado, si todo suena sincopado y cacofónico no hay forma de continuar, las ruedas del carromato giran en falso, no hay tracción, no hay movimiento.
Quizás nada de eso haya cambiado, estoy tan sonámbulo como en diciembre, pero la única forma de (des)anudar este nudo es (re)anudando la travesía, renunciando a toda pretensión. Un acto zen de despojo: escribir por escribir, arrancar de raíz cualquier intento de sensatez o de coherencia.
Quemar las naves y arder en cubierta, y que la crepitación de la madera húmeda sea el último sonido que se demore mis oídos, o quizás el glup del mar que me come caníbal. Estoy bailando este chamamé lo mejor que puedo, metido en este tutú. Me estoy batiendo a duelo con este revólver de cebitas. Estoy ejecutando mi solo de guitarra con esta cítara. Soy finalista en la olimpíada de saltos ornamentales en esta pelopincho.
Y sé que se van a colar entre las costuras de este disfraz apenas hilvanado más vientos gélidos de los que mis enagüas toleran.
Es abrir el foco para que la luz queme el film: apostar a la sobrexposición. Levantar el volumen del discman hasta que Mozart no sea más Mozart: el ruido de un trueno.
En este collage de escupitajos me reconozco, en este equilibrismo de tobillos atados voy a transpirar mi sudor más plateado, en esta ventriloquia afónica voy a pronunciar mi verdadero nombre.
“No lo sé” es la versión corta, la única versión. La versión larga hablaría de depresión, de que se insinúa la calvicie, de que me persiguen los buitres de American Express, de que tuve un zarpullido en la cara interna de los muslos que me impidió dormir más de dos horas seguidas sin saltar de la cama como un poseso a bailar en la oscuridad mal ventilada de mi habitación, de que cambió el olor de mi transpiración y la métrica de mis pesadillas.
Y el terror primitivo como única brújula: se acabaron las palabras, no hay renovación, solo circulación de la linfa, del suero que te enfría la carne.
Pero no voy a hablar, o mejor dicho voy a hablar de otra cosa. Ni siquiera la certeza socrática de la plena ignorancia, ese estado inmaculado. No sé nada, pero sospecho. Y atrás de esa sospecha se agazapa una fe provisoria, incómoda y filosa.
Y sólo se escapa hacia adelante, con el pie en el acelerador y el asfalto que quema y la noche y la sangre.
Mini comentario. En la primera lectura lo noté, pero lo dejé pasar por ser un dato técnico barato. Hoy lo sigue siendo pero ahora se multiplica por dos. El foco no se abre, quizás querías poner diafragma, no sé.