Vuelvo del bar caminando lento, observando, divertido, como la calle se llena de bocinazos y banderas festejando el triunfo argentino. Quiero pasar por casa a buscar mis auriculares antes de ir a ver los festejos del obelisco. Cuando cruzo Bulnes veo en la vereda a un perrito negro muy chiquito ladrándole enloquecido a uno que es cuatro veces más grande que él. El chiquito ladra a los gritos, le salen unos aguditos muy gracioso, y el grande lo mira con una languidez de sauce al costado del río. El chiquito está atado a una piba joven, que se frenó para que el chiquito se saque las ganas de hacerse el loquito compadrito. Y el grandote está atado a un pibito de piernas musculosas y peludas, que tiene puesta una remera argentina. El pibito también se frenó para que el grandote se saque las ganas de mirar lánguidamente al otro.
Se me ocurre que quizás deberíamos implementar eso como humanos. Que nos saquen a pasear y que yo, que mido 1,73, le pueda gritar y putearlo a un patovica de 2 metros 15, hasta que se me pase la bronca, y el otro me mire entre divertido y piadoso. Se me ocurre también que Putin haría menos bravuconadas y moriría menos gente si en vez de medir 1 metro 70 y pesar 77 kilos midiera 1 metro 88 y pesara 100.
Pasan varios segundos, y el pibito de piernas peludas sigue quieto, pero ahora se ríe. No sonríe, sino que se ríe y se ríe bastante. Finalmente la otra chica arrastra al chiquito para que cruce la calle.
– Lo miró como diciendo “y a este qué le pasa” – le digo al pibe, refiriéndome a su perro grandote -. Un capo. Quiero esa paciencia y esa sabiduría.
El pibe se ríe pero no contesta nada. Y siento la nube de olor a porro que me envuelve. Hago el gesto de espantarme el humo y le digo “Amigo, convidá”.
Se sigue riendo. El perro y él giran la cabeza a mismo tiempo, y a la misma velocidad avanzan conmigo por Bulnes. Van muy lento, y yo bajo la velocidad para ir con ellos. Tomá, me convida el pibe, que acaba de sacar una tuca y la está prendiendo.
– Son flores, están buenas.
Aspiro apenas, porque me estoy quemando los dedos, y casi no queda porro.
– El perro está tan fumado como vos – digo -. Van los dos a la misma velocidad.
– Los dos somos muy tranquilos – dice -. El pibe es muy lindo, amoroso, y tiene los dientes muy torcidos. Creo que eso lo hace más lindo todavía.
– ¿Te fumaste este porro entero ahora? – le pregunto, y no puedo evitar escucharme y sentir que me salió el tono medio policial. Miro al perro, que de verdad tiene una envidiosa tranquilidad flotante, zen -. Me parece que el perro te está paseando a vos – digo -. Ese perro tiene cara de “okay, listo, dale, volvamos”.
– Sí, ¿no? – el pibe se ríe y me palmea el hombro, y después vuelve a ponerme la mano en el hombro. De pronto somos súbitamente amigos.
– Eran las 10 de la noche y vos seguías paseando al perro…
– Puede ser eh – dice él – y se ríe -. No, salí hace un rato nomás, pero sí, no sé por qué me vine tan lejos, vivo acá a ocho cuadras.
– Gracias por el porro, papá, yo vivo acá – digo, y me meto en mi edificio.
– De nada, loquito.