Falta media hora para que empiece el partido pero ya casi todas las mesas están ocupadas. Hay una mujer sentada en dos mesas que están juntadas, y cuando voy a preguntarle si está con más gente, y si puedo separar una mesa, me dice que sí, que no hay problema. Me dice que puedo dejar las mesas juntas, que puedo separarlas, o que me puedo sentar frente a ella, si quiero, porque sino los mozos pasan con las bandejas y te van a pegar en la cabeza. Me parece un poco exagerada la fantasía de la decapitación, pero acepto la más cautelosa de las opciones: separo en la mesa y me siento.
Se nota que la mujer tiene ganas de interactuar y de charlar. Me pregunta cuánto falta para que empiece, si vivo en el barrio, qué pasa si Argentina gana, pierde, o empata. Yo pido una milanesa con puré, porque no almorcé, ella se pide un té con tostadas. Me felicito por no haberme sentado frente a ellos, mi hora de almuerzo (las 4 de la tarde) hubiera atropellado con olor a milanga su té.
Cuando le traen el té, en una teterita de metal, también le traen varias tostadas y un potecito abierto de mermelada y otro de queso crema. Apenas se va el mozo veo por el rabillo del ojo que la mujer pone cara de asco. Se pone intranquila y llama molesta al mozo.
– ¿Qué es esto? – señala, con gesto repulsivo.
– Queso crema – dice el mozo, subrayando apenas la humedad.
– ¿No tenés mantequita? – pide ella.
Me impresiona la confianza con la manteca.
– Sí, ahora le traigo – dice el mozo.
Cuando el mozo le trae la manteca, la mujer dice “ah, ahora sí”, aliviada, y abre el paquete de mantequita con un gesto de felicidad y alivio. Pero sigue molesta y vuelve a llamar al mozo.
– ¿Te llevás esto por favor? – le dice, enervada -. No sé a qué se parece esa cosa – dice.
Rorschard un poroto, pienso, mirá las cosas que pueden leerse en un potecito de queso crema.
Contar mi conversación con esta mujer sería engorroso, y feo de leer, porque el ritmo del ida y vuelta era puro traqueteo, empantanamiento, marcha atrás, y bajarse a empujar. La mujer me hacía preguntas sobre el partido, después sobre el barrio, y de pronto pasaba súbitamente a preguntar algo personal y de manera muy directa. Tiro libre para quién, seguido de dónde vivís, ah, sí, ¿enfrente de la librería?, a preguntarme a quién voy a votar. A todo le respondí despreocupado y divertido. Para que la cosa fuera más un diálogo que un interrogatorio, yo iba preguntándole cosas parecidas, pero sus respuestas eran muy difusas. Vive “por acá”, “pero solo por unos meses”, porque “hace más de 20 años que vivo en otro lado”. Pero tampoco mantenía una lógica consistente. Pasaba de ser innecesariamente difusa y hacerse la matahari del contraespionaje, a contarme demasiado. Tengo una jubilación acá y en Estados Unidos, se rompió el caño del agua y el consorcio me lo quiere cobrar todo a mí, lo que más me afectó cuando volví fue esos containers con la basura que en 1998 no había. Pasaba sin transiciones de la máxima opacidad secreta al máximo exhibicionismo íntimo. Era como estar hablando con una mujer que se sonroja cuando le preguntás su nombre, y al minuto siguiente te muestra una teta.
Terminó dándome una tarjeta, muy monona, con sus títulos, en castellano y en inglés, su dirección y su teléfono. “No tengo amigos, acá no quedo nadie”, me dijo, cuando ya se estaba yendo, y yo le dije que había sido un gusto, que seguramente nos vamos a ver de nuevo en el próximo partido.
Creo que se hubiera quedado un rato más, con esa charla tan rara que pasaba de la máxima distancia de telescopio Hubble a la intimidad de una endoscopía, pero no, hubo dos eventos que precipitaron su fuga, y los dos involucraron al mozo, que cada tanto me miraba buscando complicidad telepática. El primero fue cuando le trajo la cuenta, y la mujer empezó a sacudir la mano y a chasquear los dedos para llamarlo. Le preguntó qué era el “completo” que había aparecido en su cuenta. El té con tostadas, queso y mermelada, señora, eso es completo, sino es un té solo. El segundo fue cuando el mozo, unos minutos después, vino a limpiar la mesa de a lado con un trapito, y con un rociador.
Cuando apretó el gatillo y humedeció la fórmica bordó de la mesa de al lado, la mujer pegó un salto y un gritito.
– ¿Qué es eso? – dijo, retrocediendo, y moviendo sus piernas enfundadas en calzas negras bruscamente hacia el costado -. ¿Es lavandina?
– No, señora, es alcohol – le dijo el hombre, mirando el rociador al trasluz, como si fuera un arma peligrosa.
– ¿Seguro que no es lavandina? – insistió ella.
Yo pensé en recordarle que habíamos pasado una pandemia, que la costumbre residual es ahora limpiar con alcohol en gel las superficies, pero me rendí antes de empezar y la dejé ir, y se fue, diciendo “Bueno, hora de irse. Esta vez que vine a Buenos Aires encontré todo muy cambiado, muy muy cambiado.”
– ¿Qué es eso? – digo /// dijo //// , retrocediendo, y moviendo sus piernas