La noche se había mostrado empinada desde el principio. Esperar el 152 en la pegajosa humedad, subir y sentir el súbito cachetazo del aire acondicionado y el escalofrío, bajar y encontrarme con una cuadra de cola para ingresar a la fiesta. Esperé casi dos horas, ensanguchado entre dos chicas que hacían trompita y se sacaban selfies para el instagram, y dos amigos fiesteros que se mostraban fotos de bebés recién nacidos de amigos. Mirá esta gorda, qué hermosa, le decía uno al otro. Pero qué tiempo tiene, preguntaba el otro. No, ahí está recién nacida. Ah, en serio, es gigante. Me sentí un retrógrado, pensando que solo las madres se baboseaban con cachetes y comparaban kilaje de sus crías. Cortaron el morbo de la nursery cuando apareció un tercer amigo y les compró latas de cervezas a los dos, para amenizar la espera. Se pusieron hablar de montañas en Mendoza, de escaladas, y de que tenés que reportarte a los guardaparques con el handy, sino te ponen en una lista negra, porque si te perdés te salen a buscar.
Finalmente el consenso en esas dos cuadras de cola era que la fiesta, finalmente, se suspendía. En vez de putear, romper todo, armar corros y entonar villancicos, la gente se dispersó, sin que Bullrich tenga que estrenar su protocolo antipiquetes ni sacarle el plan a nadie. Fuimos a buscar un colectivo al metrobús, y al ratito estábamos golpeando una pesada puerta en algún lugar de San Telmo.
Nos abrieron y subimos una escalera de mármol sucia y estropeada. El hostel era laberíntico, lleno de grafitis, y el calor se había puesto todavía más pegajoso. La chica que nos había hecho entrar gratis me hizo un tour de las instalaciones. Este es el espacio para relajar, dijo, y abrió una puerta de chapa. Y lo primero que vi fue un intrincado vómito contra las baldodas negras. Había un pequeño grupo que abanicaba a una chica arrodillada, la que se había vomitado hasta el primer biberón. Mi tour guide se disculpó, y yo pensé que el enchastre en el piso tenía algo de Jackson Pollock.
Nos metimos en un salón estrecho, rectangular, casi parecía un colectivo, y al final estaba, elevado en una tarima, el DJ. Me pedí un vaso de Coca, con mucho hielo, y nos colocamos en un perfecto ángulo medido con regla y transportador para que nos de el aire de 2,71 ventiladores. Bailamos, hamacándonos, unas dos horas, cada tanto veía pasar a alguien con un saco, o incluso uno con una campera de cuero puesta, aunque el calor era un bloque esponjoso, irrespirable, de goma eva.
Vamos cuando quieran, sugirió uno de nosotros tres. Los otros acatamos. Bajamos por las escaleras, bajamos hasta 9 de julio. Eran las 4 AM. Yo estaba un poco aturdido, me costaba orientarme, así que me acompañaron hasta la parada. Total es ahí nomás, señaló Martín, apuntando al otro lado de la calle.
Fue entonces cuando todo cambió, justo cuando estábamos cruzando, en mitad de la calle. Un súbito stop, el mundo atrancado en su órbita, y luego una leve brisa fantasmal, que venía desde otro multiverso, después un poco de polvo a los ojos, y ahora sí, el acabóse. Vayan, tómense un Uber, les dije a los dos, ahuyentándolos. Salieron corre, Lola, corre, corriendo.
Yo también, pero antes de llegar al techito del metrobus el agua y el viento venían de todas las direcciones. Me dio un ataque de risa, por la vehemencia insólita de la lluvia, que desataba su revancha contenida. Una parejita también se reía, por lo empapados que habíamos quedado con unos solo pocos segundos de intemperie. Buscamos refugio en el pasadizo de plástico amarillo que se arma entre los carteles del metrobus. Pero no alcanzaba, el viento traía agua igual. Miré y verifiqué que estábamos en un túnel totalmente cerrado, por arriba y por los costados, y sin embargo el agua insistía en empaparnos. Un homeless se metió en unas escaleras que bajaban a un estacionamiento, y ahí sí el agua amainaba.
La parejita seguía mojándose, pero aprovecharon para sacarse selfies. Ella hacía trompita y sacaba tetas, se ve que el diluvio bíblico la mejoraba, erotizándolo. Y lo hacía posar a él también, aunque él sin trompita. Los números de los colectivos no se distinguían y tampoco los colores, pero yo hacía señales como un náufrago saltando en una playa vacía. Paró, por suerte, el 39, tomé carrera para pegar el salto y aterrizar en los escalones de subida, pero los pocos segundos que me asomé fuera del techo resultaron en un baldazo de agua que me chorreaba en la cara. Al Alto Palermo, indiqué. No, varón, es del otro lado, me indicó el chofer.
Volví a bajar, a empaparme, a esperar, a decirle a 4 homeless seguidos que no tenía fuego y que no tenía un cigarrillo para convidarles. Aparecían a intervalos regulares, exactos, no sé de donde, por generación espontánea del agua, como sea monekys. Finalmente vino el 39 en la dirección correcta, subí, era uno de esos colectivos iluminados con una ténue luz flúo, rosada, apenas roja, de telo, o bolichera, pero que ahora resultaba irremediablemente amniótica. El chofer estaba mudo, o el ruido del mundo derrumbándose era una versión mejorada del silencio.
Me fui a sentar atrás, contra una ventana. El colectivo zigzagueaba, volcándose hacia el centro de la calle peligrosamente. Horas después me di cuenta de que lo hacía seguramente esquivando ramas. Trataba de mirar la ciudad a través de los vidrios pero el agua y el viento borroneaban todo. De pronto todo volvió a cambiar de color, tardé unos segundos en darme cuenta de que estábamos en medio de un apagón. El ruido del agua barrenada en las calles, la oscuridad punteada por los faros de algunos pocos autos, algunos golpes raros de ramas. Quise filmar lo raro de la situación, pero no se filmaba nada. Ni siquiera sabía dónde estaba porque no se veía nada, así que tuve que abrir el Google Maps para saber por dónde estaba.
Casi al llegar uno de los golpes en la parte delantera del auto hizo detener al chofer. Se bajó y se lamentó de alguna abolladura que había hecho otra rama caída. Y al pasar vi que una gruesa rama ocupaba gran parte de la calle. Unas cuadras antes de bajar subieron tres pibes totalmente empapados, con la tela del pantalon y la remera totalmente pegada al cuerpo, un intervalo semiporno que agradecí. Me acordé de aquel show televisivo noventoso cuyo principal atractivo eran las chicas en remera blanca que se zambullían en pelopinchos para emerger mojadas y translúcidas.
Le pedí al chofer si me dejaba en la esquina de Bulnes y Santa Fe, pero me aclaró que iba por otro lado. Así que tuve que caminar dos cuadras, con los tres chicos desnudos a la par, que se bajaron conmigo. Yo me solidaricé sacándome las zapatillas y las medias y subiéndome las botamangas de los pantalones, una cita homenaje a las inundaciones de mi infancia, conurbano style.
No sabía que las veredas de Buenos Aires podían ser tan ásperas y tan resbalosas, musgosas. Todos esos encargados manguereando tantos litros de agua impunemente me habían hecho creer que las veredas eran limpias y aguerridas, pero no. Entrar finalmente a mi casa, la luz tenue y hospitalaria del palier, el olor reconocible del ascensor, el zumbido del viento del pulmón del edificio, todo me daba la bienvenida a lo conocido. Sacarme la ropa, pegada, fue puro tironeo, un poco sexy, también. Ducharme, la confirmación de la belleza y potencia del agua. Me dormí plácidamente para enterarme, al otro día, que había caído una lluvia fuerte, fuerte. Y dónde has estado, hijo mío de ojos azules, y qué es lo que viste, mi querido jovencito.