Buzios, donde vinieron los Serú Girán para que nazca Serú Girán, y donde vengo ahora yo, esperando nacer. Pero por ahora lo importante es cruzar la calle principal, la Estrada da Usina Velha. Es ancha, tiene dos manos, un boulevard en el medio, y cada 50 metros un paso peatonal. Como en todas estas penínsulas playeras de río, se acumulan los autos en fila india, apretados, y cruzar requiere timing e intrepidez. Pero lo raro acá es que Buzios pareciera tener argentinos y brasileños en partes iguales. Entonces amagás a cruzar y no sabés si te responderán con protocolo argentino o brasileño. Los brasileños, relajados y generosos en otros sentidos, avanzan con el auto, aunque sin virulencia. Los argentinos que en Argentina meterían la trompa para atropellar, acá son más cordiales. Se arma un promedio raro, pero por lo menos no te putean ni tocan bocina. Das un pasito ambiguo, porque la ambiguedad es una herramienta de seducción, igual vienen tranqui porque los espera una pizza o un helado en el centrito, y se resuelve.
Lo más difícil de resolver es la cuestión del pago. En Brasil fascinan con el dinero electrónico, todo es con tarjeta o con QR (el famoso PIX) y si amagás a pagar con plata, más vale que tengas cambio, porque si pelás un billete mediano o grande te miran ofendidos y hasta desconcertados. Como si quisiera pagarles el cucurucho con una bolsa de sal, unos metros de tejido artesanal, o un esclavo de mi harén que ya no me seduce.
Salir a caminar por la orla Bardot, a la tarde, mientras las nubes fosforecen anaranjadas en el horizonte, no del todo gaseosas sino pastosas, como la pasta de un bizcochuelo en una batidora flúo, es también otra sutil negociación. De nuevo, se ven argentinos en racimos familiares, algunos con el mate, más territoriales y directos al caminar, mezclados con los brasileños, que en cualquier situación y circunstancia se detienen en el medio de la angosta veredita. No esperando a nadie, no cambiando de dirección, no recordando algo, no distraídos por un paisaje o las ofertas de un restaurante, sino con alguna preocupación más parsimoniosa: evaluar rima y métrica de un soneto, desenredar la estructura de una nueva proteína, o alguna otra empresa que los absorbe, paralizados, sin ningún registro de que dos cuerpos no pueden ocupar el mismo lugar en el espacio al mismo tiempo. La consideración de que otros podrían necesitar pasar se les ocurre luego de varios segundos, y ahí se disculpan simpática y copiosamente. Este chisporroteo permanente, lento de micronegociación en esta peregrinación hacia el atardecer, me genera cierto escozor de intimidad promiscua, como si hubiera franeleado apenas con una docena de desconocidos en estas pocas cuadras.
Después desemboco en las peatonales con negocios, donde se ofrecen pescados, pizzas, pastas o comida por peso o tenedor libre. Mientras camino esquivando las mesas que están ya preparadas sobre la vereda y sobre el empedrado de la calle, escucho la misma conversación repetida, clonada, muchas veces. Un brasileño comensal que pregunta a un mozo argentino de dónde es, o que dice qué linda tonada, o al revés, un brasileño que se entusiasma con el mozo que lo atiende. A mí también una moza argentina me preguntó de dónde era, y sonrió cuando le dije que de Buenos Aires, con un tono de y sí, soy argentino como vos. En mi caso la compliqué al pedirle que me envuelva para llevar lo que no llegué a comer. Y me dio el paquetito en una bolsa cualquiera, de supermercado, disculpándose porque no tenía bolsa del lugar.
Lo bueno de caminar por las peatonales céntricas de Buzios es que gozo de un superpoder: soy invisible. Los mozos pregoneros que intentan convencer a los turistas de que coman ahí, que tenés todas estas opciones, que sale así de barato, que mirá como conviene, me ignoran. Como me ven solo, y no me “vestí” para salir a dar la vuelta del perro, y tengo un short y una remera gastados, no me consideran un cliente potencial. Salen a buscar familias, o parejas, y gente que se arregló para salir a respirar la brisa salada.
Me doy cuenta de esto, y camino chequeando si hay algún otro turista caminando solo como yo. No, no lo hay. Los que están solos son gente del lugar, que claramente está yendo a algún lugar con propósito y determinación, no alguien con la atención flotante despreocupada que tengo yo.
Cuando finalmente me siento a comer un shawarma, lo vuelvo a comprobar. Tengo que acercarme a una moza para preguntarle por el menú, tengo que sentarme yo solo en una mesa, el mozo que me trae la comida intenta darle mi pedido a otra persona, y tengo que insistir varias veces para que me traigan la cuenta. Soy como el chico de Volver al futuro, desapareciendo de la polaroid en este universo. A todos nos han preguntado eso de qué superpoder te gustaría tener, ser invisible, teletransportarte, etc, y a mí se me cumplió este deseo, y puedo mirar sin ser mirado, y pensar y escribir.