Tercera jornada en Cayo Coco
Me despierto tarde y almuerzo en el quincho frente a la playa. Se acerca un mozo rechoncho a tomar el pedido y me da la mano. Me llamo Lá-za-ro, dice, separando en sílabas. “El que se levantó de entre los muertos”, digo. “Ese mismo, nací en diciembre”, agrega. “Te pusieron el nombre por el santo, entonces”, sugiero. Sí, efectivamente. Pido una pizzeta de chorizo, con queso y tomate. Me dice: “Acá (se refiere a Cuba), si no tiene queso no le decimos pizza. ¿Afuera cómo es?”. Me quedo pensando, no en la ontología de la pizza, sino en la palabra afuera. Tengo la cabeza hecha un lío y no estoy para hacer análisis de discurso, pero me parece que decir afuera para referirse al resto del mundo implica un adentro opresivo. El afuera es la puerta que se abre para ir a jugar, el adentro es resignarse a ser la señorita de San Nicolás: coser y a bordar para enamorar al coronel. En la dictadura la gente se iba a vivir “afuera”. Ahora se va a vivir a Estados Unidos, a España. El lugar de destino ahora importa, porque ahora se va en busca de, antes el destino no importaba, porque lo que había que hacer era salir.
Anoto todo esto febrilmente en mi libreta. Anoto detalles anodinos que leeré 6 meses después (es decir ahora) y no me dirán nada. Al rato Lázaro vuelve y me trae la pizza. No es la que pedí. Me la como sin protestar. Mientras escribo el quincho se va vaciando de gente. Veo a Lázaro caminando ocioso alrededor mío hasta que finalmente se acerca, verifica que su jefe no está mirando, se acerca una silla y se sienta. Sin ningún preámbulo se pone a hablar de Fidel. Me cuenta que el gobierno puso en marcha la “revolución energética”, que consiste, entre otras cosas en cambiar los viejos artefactos eléctricos soviéticos por nuevos de bajo consumo. Lo mismo con las lámparitas. En ese momento aparece Ariel desde la playa y se queda parado al lado de la mesa, escuchando. Lázaro se va animando: ahora enumera los atentados terroristas de Estados Unidos a Cuba. Relata cada uno de los hechos con todos sus detalles: fechas precisas, nombres y apellidos, circunstancias, culpables. Todas las historias tienen el mismo final: los terroristas viviendo “la buena vida” en Miami, premiados por el gobierno yanqui. Ariel aprovecha una pausa, y como si fuera una continuación natural de la conversación, señala la playa y le pregunta a Lázaro si alguna vez hizo parapente. Lázaro finge no escucharlo y sigue con el atentado de 1976, en el que murieron 73 personas, entre ellas 24 integrantes del equipo juvenil de esgrima. Ariel se va.
Le pregunto a Lázaro si el turismo y estos grandes complejos hoteleros no están generando divisiones entre los cubanos (la gente que trabaja con el turismo gana más dinero que los demás). “Es complicado de explicar”, dice. Se lo nota incómodo. “Aquí seguimos siendo todos iguales”. Le señalo el celular que tiene colgado de la cintura y haciéndome el idiota, pregunto: “¿Y los celulares? ¿Todos tienen celulares?” “Esto es un regalo”, se defiende. Se descuelga el celular de la cintura, se lo mete en el bosillo del pantalón y se levanta para irse. “Ojo con lo que escribes”, dice, señalando mi libreta cerrada.
A la noche preguntamos si hay alguna salida programada. Sí, La cueva del jabalí. Ahí vamos, unos 12 pendejos, Ariel y yo, en una combi. Parecemos a cargo de un grupo de scouts. Son 15 minutos de camino sinuoso y con hondonadas, atravesado a toda velocidad. Los scouts gritan y levantan los brazos como si estuviéramos arriba de una montaña rusa. Acostumbrado al cartón pintado de los boliches de Ramos Mejía en los 80s (había uno con forma de cohete, etc), pensé que lo de la cueva iba a ser un derroche de papel maché, pero no: hay que bajar por una escalerita empinada hasta un hueco en la roca, interrumpido por lianas y caldeado por el encierro y la humedad. Ariel acota “Esto debe estar lleno de arañas”. Pero los insectos más visibles son los pendejos rubios (después averiguaremos: canadienses, ingleses, alemanes) que se acumulan lentamente y empiezan a succionar sus bebidas para frenar el calor sofocante. Yo tomo varios gin tonics, Ariel se anima con algunos cócteles. En una de nuestras excursiones al baño nos frena una chica sonriente con una boina negra en la cabeza y nos pide que le saquemos una foto colgada de las lianas. Me habla en inglés y me pide que espere a que suba bastante antes de sacar. Se frota las manos, se toma de las lianas y empieza a subir. “Now!”, grita. Clic. “Now you”, le dice a Ariel, pero Ariel se niega. “Then you, come on!”, dice señalándome a mí. “No, no va aguantar el peso”, dice Ariel. Decido demostrarle que sí. La chica se entusiasma y aplaude como una foca amaestrada. Subo unos 10 centímetros, las manos me queman y resbalo hacia debajo de nuevo. Intentamos 3 veces, pero cada vez que la chica saca la foto y el flash emite su parpadeo preparatorio termino en el piso. Las fotos que saca documentan mis 3 aterrizajes forzosos.
Volvemos a la cueva y nos sumamos al baile con la chica de la gorrita. Se llama Jenny y es policía de libertad condicional. Nos explica eso con el gesto de esposarnos las muñecas y cuando no le creemos nos muestra su credencial. Nos presenta a un mulato, bailarín del hotel, con el que se zarandea. La fiesta está a todo vapor, literalmente, porque los cuerpos parecen emitir nubecitas de sudor en el aire caliente. Las bebidas atraviesan las gargantas calientes, llenan los estómagos y aceitan las bisagras de la inhibición. Bailo y aprovecho para girar como un radar y barrer el lugar. Rubios turistas y mulatos locales sacudiéndose con el popurrí que mezcla la salsa con el hiphop, el reggaeton con Britney, Gimme more. Cada tanto vemos pasar a Jenny que hace señas de llevarse al mulato esposado de acá para allá. Ariel me señala a un costado con la cabeza. Hay dos pendejitos muy muy rubios, que no pueden tener más de 14 o 15 años, con las mejillas coloradas, abrazando desde atrás a dos minas tetonas de unos 20 y pico. Hay una absoluta de gracia en el baile y un definitivo interés en la adherencia (en el cemento de contacto) que une sus ingles con los culos de ellas en detrimento del vaivén del ritmo. Ariel mueve la cabeza y me susurra al oído: “Qué yeguas esas minas”, aunque ellas parecen intervenir poco, resignadas a cargar con los dos rubiecitos clonados, abotonados como bichos canastos a un alambre.
A las 2 volvemos en la combi. Entonamos los clásicos sajones modernos de la vuelta a casa en pedo: Wonderwall, Bittersweet Symphony y, por supuesto, New York, New York. El viento me pega en la cara y el verso se me mete en los oídos: “si logro sobrevivir aquí / podré sobrevivir en cualquier lado”. Ese canto borracho nos hermana a todos: scouts y jefes de manada, mulatos y rubios, policías y reclusos, cubanos y turistas.
Muy buena historia. Me gustaría conocer Cuba.
Un abrazo
Mmm, me dejaste pensando. Pobre Cuba.
Y compruebo una vez más que debe ser genial tomar uno de sus talleres de escritura.
Un abrazo.
Que placer que estès de vuelta Xtian! Se te extraña horrores.
Te mando un beso.
Nico.
que deprimente … es el paraíso de este tipo de historias… debe ser difícil escribir cualquier otra cosa… todo imbuído del mismo tono.
Taller de escritura? dónde? en cuba? voy a leer otros post a ver si me entero… tiempo que no pasaba por acá.
Casi pude sentir la candela del jolgorio, me encanta. Desde hoy te he agregado a mi blogroll 😀
Creo que lo que más aprecié fue la pseudocensura-pseudoinducción de información de Lá-za-ro… Odio a la gente que quiere que todos vean del color que ellos (o a ellos se) lo pintan…
Sigo con mis siniestros planes de llenar tu bandeja de correo por los comments 😉