Hace tres meses viajé a Estados Unidos, por primera vez desde que volví a Argentina en el 2004. Fue un viaje de un mes, diez días de trabajo en Dallas, luego volar a San Francisco, una semana ahí, donde viví 2 años, del 2000 al 2002, luego volar a Nueva York, diez días ahí, volar a Miami, 4 días ahí, y luego volar de vuelta a Buenos Aires. Unas semanas antes de salir empecé a sentirme raro, como si me creciera por adentro de la piel una membrana de goma, se me taparan los oídos, y las cosas retrocedieran hasta aplastarse a media distancia. Era algo sutil, nada de ataques de pánico, ni nada de eso. Más bien una preparación para un choque, un airbag emocional a medio inflar.
Dos días antes del viaje me despertó con plomo en la boca. Se me había salido el arreglo de una muela. No pude conseguir turno con mi odontóloga de siempre, así que me puse a buscar desesperado a cualquier odontólogo que me hiciera un arreglo provisorio. Finalmente conocí una, luego de llamar a unos quince, y fui. La mujer me atendió de mala manera. La cuerina del sillón del dentista estaba amarillenta. Me acuerdo de eso. Y todo daba la sensación de gastado y sucio.
Fueron 3 horas de trabajo, con la mujer quejándose de que el conducto estaba mal hecho, de que ella mucho no podía hacer, de que yo hasta ahí llego, de que está calcificado, que yo no te garantizo nada. Me pasa demasiado seguido en el dentista. “Es la primera vez que veo esto en 15 años de trabajar como odontólogo”, es una frase que ya escuché demasiadas veces. Y después horas de tironeos, torno. El problema no está en los dientes en sí, que se carian como cualquier diente de vecino, sino en las raíces. Siempre tengo más raíces de las que debería y siempre van demasiado hondo. Mis dientes quizás me estén diciendo algo y sería mejor que el odontólogo hable directamente con el psicoanalista: mientras los dentadura externa exige arreglos y ajustes, las raíces se multiplican y se hunden en el cráneo, con un empecinamiento samurai.
Viaje preocupado por esa muela arreglada al tuntún, y eso me distrajo del malestar psíquico que sentía. Los diez días en Dallas pasaron rápidamente, y no tuve tiempo de pensar en nada. Llegué a San Francisco esperando el sacudón emocional. Ahí estaba la ciudad a la que me mudé en 2000, con ganas de volverme cada vez más rico y cada vez más gay, y donde terminé sin un peso, durmiendo solo en un colchón inflable pinchado. Pero no me pasó nada, o mejor dicho, me pasó menos que nada, porque no disfruté de San Francisco, ni siquiera en calidad de turista. La ciudad me parecía linda, pero con la lindura de una torta en una vidriera, sí, dame una porción para probar. Volé a Nueva York y me fue un poco mejor. Caminé mucho, de noche, pensando estupideces, que ya ni recuerdo. Perder el tiempo, pensar en nada, en una gran ciudad, siempre funciona.
Un amigo me llevó a Rutgers, en New Jersey, la universidad en la que estudié 4 años. Ese es el lugar al que me escapé cuando me escapé de Merlo. Mi pasaje a la vida de adulto, estar solo, ser libre, estar en otro lado, ser otro. Pasamos por el edificio en el que me alojé, donde empecé a escribir. No me pasó nada. Le dije que pasáramos de nuevo, y después otra vez. Nada. Vamos a cenar mejor, dije finalmente.
No sé que esperaba que pasara, pero esperaba que pasara algo. Sólo persistía esa sensación rara, de piel engomada, cosas aplastadas, oídos tapados. Seguí funcionando en la superficie, y eso en sí era placentero, como si todo fuera una cinta móvil que te lleva de un punto a otro, en un aeropuerto.
Finalmente volví a Buenos Aires. Viaje de noche, llegué a la mañana. Abrí la puerta de mi departamento. Prendí la luz, o mejor dicho, giré el dimmer, porque hace unos meses instalé dicroicas con dimmers en casi todas las habitaciones. Giré el dimmer lentamente, al máximo, y miré el futón, la mesa ratona, el televisor, los libros, la ventana con la persiana baja. Y sentí que no quería estar ahí. Tampoco en San Francisco, ni en Nueva York. Todo lo que había “logrado” me parecía ahora superfluo. Me acuerdo que pensé en la palabra “logrado” y me pareció ridícula (aunque no pensé en esa palabra en ese momento, sino después, mientras me duchaba).
Me duché con agua bien caliente. Saqué frazadas del ropero. Hice la cama con sábanas limpias. Me metí y me tapé. Una vez que una cosa tambalea y se cae, se caen muchas otras, pensé. Tengo que prepararme para eso. No hay manera de prepararse para eso. En esa calma provisoria, me dormí.
A mi San Francisco me parece una ciudad hermosa, pero bueh…
P.D.: No anda el feed en RSS “común”, solo anda el de atom. Tuve que cambiarlo en mi lector para poder seguirte…