[3 de Enero de 2002, Buenos Aires, Argentina, mi visita a Argentina en la época de los cacerolazos]
1.30 de la mañana, Callao y Corrientes, Darío y yo seguimos con atención la caravana infinita de mujeres batiendo cacerolas y hombres sudados, con el pecho transpirado y desnudo. El cacerolazo está en su paroxismo; gente asomada en los balcones aplaudiendo, taxis que suman ritmo a los bocinazos, pibitos saltimbanquis en pijama felices de sumarse a ese circo itinerante trasnochado.
Cuando la cuenta de pezones masculinos llega a 253 decidimos irnos para Sitges, son las 2. Luego de un par de minutos conseguimos un taxi: tres mujeres se bajan con sus cacerolas y nos preguntan si vamos al Congreso. Darío les contesta que venimos de allá.
Subimos al taxi y no hay prolegómenos, el taxista se larga en una encendida diatriba contra la clase política del país, el país, los ladrones, el país, la plata que se llevaron, la plata que no está, el país, el corralito, la plata que nunca va a estar.
“Son todos ladrones, se llevaron toda la plata y ahora encima lo quieren a poner a Grosso. ¿Cómo no va a reaccionar la gente? A todos estos putos del gobierno hay que matarlos.”
Yo pego un saltito en el asiento trasero, pero el taxista está subido a su trineo discursivo y no va a parar.
“A este país lo fundieron todos estos ladrones… ¿cómo puede ser que vivamos con el culo a dos manos toda la vida?”
Las calles están vacías y quietas, con esa quietud repetina, nueva, la quietud del océano que acaba de tragarse un barco náufrago.
“Estos putos del gobierno que no tienen vergüenza, yo me pregunto si dormirán de noche”.
Y vuelvo a saltar en el asiento. Darío me conoce y me clava una mirada suplicante, una mirada que dice: “Ya nos bajamos, dejálo”.
Estamos a 4 cuadras de Sitges y Darío le especifica al taxista la intersección en la que nos vamos a bajar. El taxista aminora la velocidad al llegar a la esquina indicada pero cuando llegamos a la esquina Darío le pide que que siga hasta mitad de cuadra.
Ahí el taxista se da cuenta de dónde vamos, noto una leve contracción en su cuello y el titubeo de su nuca. Está claro que conoce el boliche, que sabe que el boliche es un boliche gay.
“Aaaah, ¿ustedes van al boliche de mitad de cuadra?” – dice arrastrando la oración.
Yo siento la inmediatez de la oportunidad, el jugador frente al tiro penal que define el campeonato, el ahora místico, la salida por un instante de la eterna rueda karmática, el pacman del ya mismo que se come todos los fantasmitas de lo que podría ser.
La multiplicación de los naipes en las manos pegajosas del gran croupier y luego la única carta sobre la mesa que vale la pena jugar.
“Sí, nosotros somos dos de los putos que NO estamos en el gobierno”.
La pelota se clava en el ángulo, inalcanzable. La flecha – ziiiiip – se clava en el blanco. La bola se hunde en la tronera. Las ruedas del karma rechinan por un instante y vuelan las chispas en la noche.
Siento la mirada de Darío desde el costado que corta el aire como un cuchillo, su cara de terror, su cuerpo que se hunde un poquito más en el asiento.
Y el taxista que farfulla:
“Noooo, flaco, no me entendiste… yo no tengo dramas con este tema…”
“La próxima vez elegí otro insulto, no tengo ganas de escuchar este tipo de cosas cuando salgo de joda un viernes, ahorráme el mal momento…”.
“No flaco, pará… vos entendés como yo lo quise decir, ¿no? Yo quise insultar a los turros que están en el gobierno, ¿entendés? Todo el mundo tiene derecho de hacer de su culo lo que más le gusta, y a mí eso me parece bárbaro…”
“No tengo ganas de que me relaciones con ningún mafia del gobierno, en ningún sentido… Pero mirá, no la expliques más que cada vez la embarrás peor…”
Nos bajamos del taxi. El aire inmóvil y caliente de Buenos Aires a las 2.15 de la mañana: Avenida Córdoba llena de autos que van y vienen como si nada.
Como si el mundo – y las ruedas del karma – siguieran dando vueltas.