[San Francisco, California, año 2000]
Mike en la fotito de la ventanita del chat: la cara adentro de ese cuadrado que le queda chico, la cara como si se asomara, como si abriera la escotilla de cubierta y le mostrara la cara a la intemperie salada, como si empujara la nariz hacia adelante para respirar de nuevo, como un preso que asoma la cara entre los barrotes y las sombras. Ya intenté casi todo y nada funcionó: tomemos un café, vamos al cine, a qué gimnasio vas, ¿querés coger?
Y de pronto sí quiere coger. “En 20 minutos estoy en tu casa”.
20 minutos para ordenar la habitación, cambiar las sábanas, abrir las ventanas para ventilar, apilar los libros en una sola torre para que haya espacio al pie de la cama.
Listo.
Me lavo los dientes. Y los buches de líquido mentolado. Me saco la remera, el short, el calzoncillo, abro la puerta del ropero y me observo desnudo. Los pelos bajan enredados de las tetillas al estómago y de ahí al pubis. Saco la afeitadora del botiquín, me quedan 5 minutos. Me alcanza con 5 minutos para afeitarme. Afeito la tetilla izquierda, lentamente, bajo hacia el estómago, rasuro el lado izquierdo, bajo hacia la ingle y recorto y emprolijo. Me miro los huevos con un espejo, no hace falta retocar nada ahí. ¿El culo? Mejor no me arriesgo, no me puedo ver bien. La afeitadora ronronea cansada y se apaga.
Se acabaron las pilas. Y no tengo otras. Las del control remoto no sirven, las de la radio no sirven, son de otro tamaño. Me quedan 3 minutos. Me miro al espejo: en vez de bicolor, como Charly García, represento la unidad de los opuestos que postuló Heráclito: lo peludo y lo rasurado, la jungla y la estepa, el yin y el yang capilar. Soy uno de esos avisos que en el diario promocionan tratamientos anticalvicie: el antes y el después, llame ya.
¿Tengo tiempo de correr hasta el kiosco para comprar pilas? No, porque suena el timbre. Es Mike recortado en la mirilla de la puerta, otra vez asomándose. Me pongo una remera y un boxer y apago las luces. Dejo apenas la luz de la pantalla de la computadora volcándose sobre la cama.
Hola. Un beso en la mejilla. Me apreta el hombro. Yo también. “¿Me puedo dar una ducha rápida?, vengo del gym”, dice. “Sí, dale, te alcanzo una toalla”, digo. Hubiera preferido los besos, la lengua, la mano que busca la pija a través del jogging y recién entonces la interrupción: “estoy medio transpirado, ¿me dejás darme una ducha?”. Pero no.
“Vení, duchate conmigo”, invita. Duchate conmigo, duchate ya. No hay forma de esquivar la luz del baño. Me desnudo y me meto en la bañera de espaldas. Me agarra la cabeza con las dos manos, me la moja, me la enjabona, me la enjuaga, me hace girar y me besa. El beso tiene gusto a agua. Me refrega el pecho con el jabón, me hace cosquillas.
“¿Y esto?”
“Me estaba afeitando justo cuando llegaste y se me acabaron las pilas.”
El agua le chorrea sobre la cara y le borronea la sonrisa incrédula.
“Las pilas alcalinas ya no vienen como antes”, agrego.
Se ríe. Nos reímos. Junta agua en la boca y me escupe un chorrito en la cara:
“Mirá que he visto cosas raras, pero esto nunca”.
El sexo es breve y eléctrico como un chaparrón de verano. A los 20 minutos se va. Se vuelve a meter en la mirilla de la puerta y se va. Se va y nunca más lo vuelvo a ver.
Al día siguiente me empieza a picar el pecho, no del lado del corazón, sino del otro.