Marcos me agarra del brazo y me coloca frente a él. Me mira a los ojos y me besa con fuerza, como si inflara una burbuja de energía que lo va a proteger del cuadrúpedo que se acerca gateando por la alfombra, apenas visible en la penumbra de la habitación que huele a sahumerio de manzana verde. El tipo se desliza lentamente con la cabeza baja, atravesando una por una las líneas de luz que se cuelan por las ranuras de la persiana.
La boca de Marcos tiene gusto a cigarrillo mezclado con tictacs de Mentol y su lengua está quieta. Se nota que el beso es una manera de esconderse, de volverse invisible hasta que se aleje el tipo que está arrodillado, esperando. Lo abrazo y abro los ojos. Los de él también están abiertos y parpadean a milímetros de los míos, las pestañas se tocan. Uno de los tictacs pasa de su boca a la mía. Se ríe sin dejar de besarme.
– Ustedes dos vengan conmigo al baño – ordena Tiago.
La orden es para el que tengo arrodillado a mis pies y el que está tirado boca abajo en la cama: ambos salen por una puerta ubicada al costado del televisor. El tercero (el que está vestido de mecánico) aparece con una botella de whisky y un baldecito con hielo, se sirve en un vaso, agrega dos cubitos, agarra el control remoto y se tira en la cama a mirar la película porno.
– Vos también vení, puto. Y traé a tu amo. El puto soy yo, el amo es Marcos. Yo acato la orden, Marcos no (“me quedo acá”). El baño es todo blanco y me pincha los ojos. Los dos tipos se meten en la bañera y se ponen en cuclillas. Tiago toma cerveza de una botellita mientras espera que los esclavos se acomoden. La bañera es chica y casi no entran. “Entrá vos primero y arrodillate apuntando para allá, así me dejás este lugarcito.” Tiago apunta con la pija y empieza a mearlos. El chorrito va del pecho al estómago y de ahí a los brazos, cruza hasta el pecho del otro y zigzaguea, como si dibujara letras. Todas las pijas están muertas, la de Tiago, la de los esclavos, la mía, la de Marcos que acaba de asomarse por la puerta. Esto no es sexo, no es perversión, no es nada: no hay fricción, no hay eco, no hay preguntas. La luz de catedral se mete por la claraboya y cae sobre los torsos contraídos, los brazos en falsa escuadra, y las caras en falso éxtasis. Es un cuadro medieval pintado con fibra Sylvapen, la divina comedia reescrita por José Narodsky. El chorrito sube hasta la boca de los tipos y ahora el cuadro es la foto aburrídisima de la tía Genoveva tomando agüita del pitito del ángel de la fuente en Villa Carlos Paz.
Agarro de la mano a Marcos y volvemos al dormitorio. El del whisky sigue tirando en la cama con los ojos fijos en la pantalla del televisor. Se terminó la película y aparece la advertencia de la ley de derechos de autor y el FBI y después el símbolo de prohibido. El tipo se pajea sin ganas con la pija a media asta, con los ojos fijos en el círculo rojo sobre fondo negro.
Al rato aparece Tiago y se tira en la cama. Lo siguen los otros dos secándose la cabeza con toallas. El olor a sahumerio de manzana verde se mezcla ahora con el de crema enjuague. Tiago se despereza en la cama mientras los tipos le chupan la pija y le lamen el pecho. Me sonríe malévolamente.
– ¿Y vos Christian? ¿No te sacás la ropa? Si total tu culito ya lo vio toda la internet…
Podría mandarlo a la mierda, sobre todo teniendo en cuenta que está diciendo esto delante de Marcos y con clarísimas intenciones de joderme, pero no vale la pena: Tiago está laburando y no corresponde que le pinche el show. Además a Marcos lo conocí por Internet, y aquel primer día le mostré el culito. Tiago insiste:
– Ah, cierto, Christian es porno soft. El no es explícito… es Playboy TV, no Venus…
Me saco el pantalón y el calzoncillo y quedo con el culo al aire. La pija de Tiago está floja y tiene que sostenerla por la base cuando coge. Los tipos van poniéndose en cuatro en un orden que no entiendo, como si sortearan los turnos haciendo yapeyú o un avión japonés.
– Que tornillín – me susurra Marcos, cruzando los brazos sobre el pecho y refregándose los brazos, haciendo el gesto de que hace frío.
Hace calor y él es el único que está vestido.
– Traéme las sogas, vos, basura – le ordena Tiago al mecánico -. Vamos a atarlo a este y a castigarlo un rato.
Las sogas son de color celeste y parecen más adecuadas para colgar la ropa que para atar a alguien. A Tiago le cuesta encontrar dónde atar las puntas, porque la cama no tiene postes, es un sommier.
– Mirá que aquella pata está suelta y hay un agujero en el piso… así que güerda con la mesa de luz porque si se mueve la cama se nos cae todo – avisa el mecánico.
– Yo te ayudo a hacer los nudos que de pendejo fui boy scout.
Lo de boy scout es cierto. Fue cuando tenía 11 años: iba porque me encantaba el mate cocido con leche que nos daban a las 4 de la tarde y porque siempre me elegían de monaguillo para la misa de las 6. Mis compañeros jugaban a quién se tiraba el pedo más oloroso mientras yo hundía cada vez más la nariz en el clavel que sostenía con carita angelical.
– A ver, vamos a ver si tu amo sabe pegar – ataca Tiago, señalando a Marcos.
Marcos sonríe y se saca la remera. Se sube a la cama con un gesto gimnástico, como si sonara el himno nacional y destellaran los flashes en la tribuna de los juegos olímpicos del rebenque. Le acaricia el culo al tipo como si lo amasara y agarra la lonja de cuero que le pasa Tiago. Le pega con convicción pero no demasiado fuerte. Las quejas del tipo son fingidas, surgen un segundo después de lo que deberían: la señal táctil del rebenque contra el culo llega al cerebro, el tipo decide que hay que actuar como si doliera y arma la oración “¡No, me duele! ¡Por favor basta!” que es transmitida a la zona que coordina los movimientos del diafragma y las cuerdas vocales. Pero no importa porque los que disfrutamos son los que miramos a Marcos. Tiene una expresión de concentración exagerada, el perfil de la pelada le brilla apenas con la luz del televisor, los piercings de las tetillas se mueven apenas cuando descarga el rebencazo y las manos palpan firmes la carne que se pone apenas colorada.
Sale de la cama con la misma destreza con la que entró, viene hasta donde estoy, me hace girar y me besa la nuca desde atrás. “¿Te gustó?”. “Sí, pero la próxima vez pegále en serio.” “No me quiero desubicar. Tu amigo está laburando y no le quiero robar clientes…”.Tiene la pija parada, la siento contra el culo, a través de su pantalón. Me muerde el cuello y baja besándome la espalda.
– Tenés un granito acá, che, ¿te lo aprieto? – me dice al oído tocándome el omóplato.
– Sí, dale.
Me aprieta con firmeza. Siento la tensión en la carne, y el desgarro milimétrico.
– Ya está, te sale sangre, esperá que voy a buscar un algodoncito o algo.
Va hasta el baño y vuelve. Me hace girar para verme bien la espalda con la luz que entra por la ventana.
– Ahora sí, listo.
Tiago sigue en la cama con los otros tres en su calesita de consoladores, rebencazos y cogidas de pija a medio parar. “Dormí tres horas en los últimos dos días, no tomé viagra y aparte no puedo coger y mear al mismo tiempo… ¿qué querés?” – se defiende cuando más tarde le digo que se sacó un seis.
Esa noche, ya solo en mi casa, me saco la ropa y me meto en la cama. Antes de apagar la luz veo el pedacito de papel higiénico con sangre seca en el piso. Trato de acordarme cuando fue la última vez que alguien me apretó un granito en la espalda. Debe haber sido hace mucho tiempo.