El hotel se llama Kings pero no hay señales de cortinados de terciopelo, ni de pajes, ni de arlequines, ni de protocolo. Será para reyes en el exilio, para monarcas que fueron destronados por plebes reivindicadoras y decidieron huir al anonimato de una habitación a 28 pesos la noche. Ya por teléfono me había parecido sospechoso. “Te doy la habitación interna”, me dijo el conserje, “son 28 pesos por noche”. Quise saber cuál era la definición de interna: “¿Tiene ventanas?”. “Sí, una ventana grande.” El tamaño, como siempre, no es lo único que importa. “¿Entra luz?” “Si, da a un pulmón interno.” Todo respecto a esta habitación parecía ser interno. Me estaba yendo a un internado. La habitación, es efectivamente, interna. El pulmón es un túnel que se extiende hacia arriba como 15 pisos, tengo que sacar la mitad del cuerpo por la ventana para ver el cuadradito de cielo nublado. La fórmica, marrón simil madera, doblada por la humedad. El óxido mordisqueando el borde de todas las cosas. Una cama doble con un cubrecamas que alguna vez fue azul y ahora, luego de la erosión de las lavandinas, viró a celeste. Un ventilador de techo que se mueve demasiado. El baño con la pileta, el inodoro, el bidet y la ducha dispuestos en fila, y con un sospechoso secador como parte del mobiliario: me duché y el agua se negaba a volcarse en la rejilla, la tuve que empujar y ni siquiera así. La cama parece doble pero en realidad tiene el colchón partido, son dos colchones individuales, de goma espuma achatada.
Prendí el ventilador y me acosté en la cama. El calor era sofocante. Abrí la ventana. Las paredes son finas y se escucha todo, incluso el ruido de alguien lavando platos y cubiertos (se ve que la cocina está cerca). Después un canario, frenético, ejecutando un solo de trinos y gorgeos. Después martillazos, porque se viene la temporada más fuerte de los últimos años y hay que clavar, pintar, revocar, serruchar, limar y enbaldosar. Dormí cuatro horas. Me desperté y fui hasta la playa. No llegué hasta el agua, el viento me llenaba los ojos de arena. Me senté en las gradas de la rambla. Un viejo había instalado un amplificador y pasaba temas de Rodrigo, sobre los que hacía una especie de playback. Dos jubiladas / se toman las manos / prenden un grabador / y bailan / Rodrigo / de verdad. Tropiezan, trastabillan, nadie aplaude, pasa el churrero, pasa el que vende pantuflas a 5 pesos, pasan los torsos desnudos, las panzas llenas de churros, los pies calzando ojotas de 5 pesos.
Ahora, en el ciber, el pibe de al lado apreta el acelerador del auto del videogame. El ruido me saca de las casillas. Afuera vuelve la luz gris y el pibe del locutorio predice “se viene la tormenta”. Siento otra vez ese olor a ciber, olor a pata, a sobaco, a pliegue de la piel donde juegan a la mancha venenosa las bacterias. Hace un rato alguien me dijo la posible causa del olor nauseabundo. “Los pendejos se pajean debajo de los escritorios en los cibers”. Mejor me voy.